“No es buena una vida sin fantasmas”
Mario Benedetti – Primavera con una esquina rota
Imagínate estar sumergido en un relato en el que lo siniestro sobrevuela de esa especial forma que consigue, en ocasiones, erizar el vello de quien lo lee. Todo está cuidadosamente sembrado para ir a las entrañas de lo sobrenatural cuando, de repente, un exabrupto irrumpe en la narración, desencadenando la carcajada más espontánea.
Del mismo modo, imagínate un relato en el que lo costumbrista está sazonado de ingenio y humor. De forma sencilla, sin aspavientos, encontrando la complicidad del lector. El cual está con la guardia tan baja que, cuando se materializa el escalofrío en el negro sobre blanco del texto, el miedo irrumpe en la escena sin tomar prisioneros.

Ambas sensaciones planean en la novela que hoy nos ocupa, “Nevadahonda”, de Román López-Cabrera, editada la pasada primavera por Dolmen. Una novela en la que Román da un paso adelante en esa trayectoria renacentista que es su dedicación artística, pues además de su faceta más conocida como autor de cómics (“Mad Market”, “¡Hay que arreglar lo de Dinamarca!”, “Vallecas. Los años de barro”, «Miguel Hernández. Piedra viva«, o, entre otros, “Memoria de una Guitarra”) cultiva otras artes como la música, la poesía y la literatura.
Tras el debut que supuso “Calapobre”, su segunda incursión narrativa ha encontrado acomodo en Dolmen. Sin duda la editorial ha hecho gala de buen olfato en el fichaje, pues en “Nevadahonda” hay madera de escritor, de contar y saber cómo, de mantener la atención de quien lo lea a lo largo de las 472 que componen la novela. Las cuales, lejos de ser un reto son un deleite por lo bien construidas y dominadas que están las tramas que se desarrollan en ellas para confluir en un resultado que bebe del esperpento nacional patrio. Ese donde lo solemne deja de serlo cuando se topa con el costumbrismo, permitiendo (en este caso) que lo absurdo conviva con lo siniestro. Que nos haga reír y, a la vez, nos sumerja en lo terrorífico. Ya lo señala con lucidez El Torres, que firma el prólogo de la novela.

Eso es lo que Román ha conseguido aquí. Estructurada en varias subtramas que van confluyendo y con un gran reparto coral, sitúa la acción en un pueblo alicantino en el que comienzan a haber muchas apariciones de fantasmas. Tantas que el ayuntamiento toma cartas en el asunto, creando su Programa de Reubicación por Situación Paranormal, el PRSP. Un equipo de “cazafantasmas” encargado de confirmar los sucesos paranormales, exorcizarlos si procede y, además, proponer soluciones habitacionales de urgencia y definitivas a los afectados. Toda una labor pionera en el estado español donde lo inmobiliario y lo fantasmagórico se encuentran, en un contexto donde a un problema estructural y real de la economía española (la vivienda) se le suma un componente sobrenatural.
El coctel promete. Y lo más importante, no solo cumple las expectativas conforme se recorre la novela, sino que sorprende y consigue complicidad lectora en su desarrollo. Tanto por la gran contextualización que hace de los dos momentos de tiempo en los que la novela va gestándose, como por ese tono literario que ha menudo aparece en el texto, que invita a reír en ocasiones. En otras, a sobrecogerse. Y eso, en la misma novela, es difícil de conseguir sin que el conjunto chirríe. En “Nevadahonda”, por el contrario, todo suena de forma armónica, consiguiendo un resultado que revela la madera de escritor que hay en Román.
