El Bosque de Dios: no hay ritual sin sangre

«El Bosque de Dios» es un cómic que no entra corriendo en la sala para asustarte. Apaga la luz, se sienta en una esquina y espera a que seas tú quien empiece a sentir que algo no encaja. Mark Bertolini y Valentín Ramón construyen aquí una obra de terror y misterio que avanza como la niebla entre los árboles, lenta, envolvente y con una cualidad profundamente incómoda. No es un tebeo de sobresaltos, sino de respiraciones contenidas, de silencios largos y de esa sensación persistente de que el horror no siempre se muestra, a veces simplemente nos observa.

La historia arranca con un planteamiento casi cotidiano. Jen Tanner llega a Hollywood para trabajar como cuidadora de una antigua leyenda del cine. Un actor venido a menos cuya mente se va apagando entre lapsos de lucidez y recuerdos fragmentados. La mansión en la que vive funciona como un reflejo perfecto de su dueño. Un espacio lleno de ecos, de gloria pasada, de habitaciones demasiado grandes para alguien que ya apenas vive en el presente. Y justo al lado de ese símbolo del Hollywood clásico aparece el otro gran protagonista del cómic: el Bosque de Dios. Ese bosque no es solo un escenario. Es una presencia. Desde las primeras páginas, Bertolini deja claro que estamos ante algo antiguo, previo a las mansiones, al cine y probablemente a la propia ciudad. El Bosque de Dios es un lugar cargado de leyenda, de rumores sobre rituales ocultos, criaturas imposibles y una historia que nunca ha sido del todo enterrada. No se presenta como una amenaza directa, sino como una atracción peligrosa.

El contraste entre Hollywood y el bosque es uno de los grandes aciertos del cómic. Hollywood aparece como el reino de lo artificial: decorados, focos, historias fabricadas para ser recordadas de una forma concreta. Todo allí está diseñado para ocultar la decadencia tras una fachada brillante. El bosque, en cambio, es lo opuesto. Un espacio salvaje, primigenio, donde nada se disfraza y donde lo antiguo sigue respirando bajo la tierra. En ese choque de mundos, Jen ocupa una posición intermedia, vulnerable, humana. Cuida a alguien que pierde su memoria mientras empieza a adentrarse en un lugar que parece recordar demasiado bien.

El terror de este tebeo no se apoya en la acción ni en la violencia explícita. Se construye desde la atmósfera, desde lo que no se dice, desde la sensación de que hay fuerzas operando fuera del alcance de la razón moderna. Bertolini escribe con paciencia, dejando que la inquietud se filtre poco a poco. Los sucesos extraños comienzan de manera sutil: miradas, silencios, comportamientos que no encajan del todo. Cuando aparecen los elementos más claramente sobrenaturales, lo hacen sin romper el tono contenido del relato. Como esa criatura extraña que no sabemos muy bien que puede ser. Todo resulta perturbador precisamente porque no se explica en exceso.

Uno de los temas centrales del cómic es la memoria. El actor al que cuida Jen representa el olvido involuntario, la pérdida dolorosa de la identidad. Que después de muchas páginas entendemos el motivo de su fragilidad. Su mente se llena de lagunas que nadie puede cerrar. O que no se pueden cerrar por ese ente que nadie puede ver. El bosque, en cambio, simboliza lo contrario. Una “memoria” ancestral que se resiste a desaparecer, que sigue viva y que lleva en el planeta mucho más tiempo del que podemos imaginarnos. Entre ambos extremos se mueve Jen, atrapada entre lo que se desvanece y lo que se niega a morir.

La comparación entre los rituales que se hicieron en el bosque y la magia del cine es otro de los detalles más interesantes de la obra. Las viejas películas de Hollywood, mencionadas y evocadas a lo largo del cómic, funcionan como una forma moderna de alimentarse de aquellos a los que ofrece entretenimiento. El bosque (o lo que habita en el mismo), sin embargo, ofrece una magia más antigua y peligrosa. Una que no busca entretenimiento sino perpetuación. Siempre continúan ambos un ritual y ambos acaban alimentándose de aquellos que miran su fulgor.

Valentín Ramón es fundamental para que todo esto funcione. Su dibujo es oscuro, sugerente, cargado de una expresividad que refuerza la atmósfera opresiva del relato. El bosque nunca aparece completamente definido; siempre hay sombras, ramas que se cruzan, espacios que podemos rellenar con la imaginación. Las viñetas transmiten una sensación constante de vigilancia, como si algo estuviera observando desde fuera del encuadre. Las mansiones y espacios interiores, por su parte, se muestran fríos, casi muertos, reforzando la idea de que la mansión es un lugar habitado por fantasmas del pasado. El ritmo acompaña a la perfección el tono del guion. Hay páginas que invitan a detenerse, a observar, a leer despacio. No es un cómic para devorar con prisas. Estas páginas exigen atención. Cada silencio, cada mirada, cada viñeta suma capas de inquietud.

Resulta especialmente necesario que editoriales como Tengu Ediciones apuesten por obras como estas. En un panorama donde el ruido, la inmediatez y las redes sociales suelen dominar, publicar un cómic que confía en el terror y en una lectura pausada es casi un acto de resistencia cultural. «El Bosque de Dios» es una obra que confía en el lector y en su capacidad para sentir incomodidad. No explica de más. No subraya el horror. Lo deja respirar. Y precisamente por eso resulta tan efectivo. Es un cómic que se instala en la cabeza y se queda ahí, como un recuerdo que no sabes muy bien de dónde viene, pero que se niega a marcharse. Estas 104 páginas cruzan el límite entre lo civilizado y lo salvaje pensando que no pasará nada. Entonces la vieja ley vuelve a cumplirse al cerrar el tebeo: “No hay sacrificio sin sangre”. Y siempre es bueno volver a recorrer el bosque por ese “dios” que esta entre sus árboles y nos vuelve a dar un susto final.

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