
“En el fragor de la guerra, bajo el cielo encapotado del Japón feudal, el rugido de los tambores se escucha como si fueran latidos de un corazón desbocado«.
Así comienza el segundo tomo de «Kuro-san: El Samurái Negro», de Thierry Gloris y Emiliano Zarcone. Un cómic que no se limita a contar una historia de batallas, sino que levanta un fresco intenso y épico sobre el poder, la lealtad, el honor y la identidad en uno de los periodos más turbulentos de la historia japonesa. Yasuke, el hombre nacido en Mozambique, convertido primero en esclavo y luego en leyenda, vuelve aquí con más fuerza que nunca, atrapado entre los engranajes de la política feudal y el fuego abrasador de sus propios sentimientos.
Kuro-san(nombre que le otorgaron los japoneses) ha alcanzado una posición única. Ya no es el extranjero al que todos miran con sospecha, ni el siervo que debe obedecer sin rechistar. Ahora comanda hombres, es protegido de Oda Nobunaga y esposo de Mariko, la hija adoptiva del daimyo. Ha saboreado el éxito y el respeto, algo casi impensable para alguien de su origen en la rígida sociedad nipona del siglo XVI. Pero este ascenso fulgurante tiene un precio, y este tomo se encarga de mostrarlo con crudeza y belleza. Porque la cima no es un lugar para descansar; es un campo de batalla distinto, más sutil y más cruel.

La guerra contra Takeda Shingen marca el telón de fondo de esta entrega. Nobunaga ve la oportunidad de aplastar de una vez por todas a sus enemigos, y con la precisión de un jugador de go, divide sus ejércitos para asestar varios golpes decisivos. Los clanes Azai y Asakura caen bajo el filo de sus estrategias, y sus cabezas se convierten en trofeos macabros que anuncian la victoria de Oda. Yasuke, por su parte, se gana la gloria personal al abatir en combate a Masanobu, uno de los hombres de confianza de Shingen, gesto que desata la furia del caudillo rival. La espectacularidad de en estas secuencias es soberbia: cada choque de katanas, cada lluvia de flechas, cada carga de caballería está representada con un detallismo casi cinematográfico.
Pero Kuro-san no es solo un cómic de guerra. Su fuerza reside en la profundidad de su protagonista y en las ambigüedades morales que lo rodean. Yasuke, el guerrero imbatible, ha descubierto el amor con Mariko, y ese sentimiento se convierte en su mayor debilidad. Su devoción por Nobunaga empieza a resquebrajarse cuando la guerra amenaza aquello que más ama. El samurái negro ya no teme a la muerte en el campo de batalla; teme a la pérdida, teme a convertirse en un instrumento ciego de una ambición ajena.

Mientras Nobunaga libra sus guerras en frentes abiertos, Yasuke es enviado con un pequeño grupo a proteger discretamente a los Tokugawa. Allí, entre pasillos llenos de sombras y alianzas frágiles, se despliega el otro gran atractivo del cómic: las intrigas políticas. En este Japón dividido, un aliado hoy puede ser el enemigo de mañana, y el bushido, con todo su ideal de honor, parece un eco lejano frente a la traición y la ambición desmedida. Thierry Gloris demuestra un conocimiento profundo de esta época y lo traduce en una narración rica y fluida, donde cada gesto político tiene consecuencias mortales. Yasuke debe navegar este laberinto con la habilidad de un espadachín y la prudencia de un cortesano, consciente de que un paso en falso puede costarle más que su vida. Puede costarle su lugar, su honor o su amor.
El gran tema que atraviesa este segundo tomo es la lealtad. Yasuke ha jurado fidelidad a Nobunaga, el hombre que lo liberó de la esclavitud y le dio un nombre, un lugar y una espada. Pero el señor feudal, en su búsqueda incansable por unificar Japón, actúa a veces con la frialdad de un demonio, sacrificando hombres, alianzas y hasta sentimientos con tal de alcanzar su objetivo. Nuestro protagonista se ve obligado a preguntarse si obedecer ciegamente a su señor no lo convertirá, a su vez, en un monstruo. Este dilema, tratado con sutileza, es uno de los pilares más potentes de la obra. No es un héroe de moral inquebrantable; es un hombre atrapado entre gratitud, deber y amor, entre dos mundos que lo moldearon, pero nunca lo definieron del todo.

En el aspecto gráfico, Emiliano Zarcone brilla con un trazo realista que dota al relato de una fuerza inmersiva notable. Las armaduras reflejan la luz con precisión, los templos parecen tallados en madera viva, y los rostros expresan emociones complejas sin necesidad de palabras. Se podría decir que en muchas de las páginas se llega a un estilo casi fotográfico. Eso puede generar cierta rigidez en momentos íntimos, pero en las escenas bélicas y políticas funciona con eficacia aplastante. Los colores de Cyril Saint-Blancat añaden esos amarillos crepusculares que anuncian muerte, rojos vibrantes que salpican la violencia o los verdes apagados que recuerdan la calma antes de la tormenta. Es un cómic que literalmente respira historia y tensión.
La edición española de Tengu Ediciones merece una mención especial. El tomo presenta un formato europeo de gran tamaño, idéntico al de la edición francesa, ideal para apreciar en plenitud el trazo realista de Emiliano Zarcone y los matices cromáticos de Cyril Saint-Blancat. Cuidadosamente traducida por Gabriel Álvarez Martínez, que respeta el tono histórico y la riqueza de matices de los diálogos originales. Además, cabe destacar la maravilla de las guardas que te hacen zambullirte de lleno en la historia nada más abrir el tebeo.

Por todo ello, el segundo tomo de «Kuro-san: El Samurái Negro» no es solo una continuación y un final. Es un clímax emocional y bélico que nos sumerge en el torbellino de un mundo cruel, hermoso y cambiante. Cada página es un paso más hacia el mito, cada batalla un eco de eternidad. En este cruce entre realidad y leyenda, Yasuke se convierte en algo más que un guerrero. Es el símbolo de la voluntad humana frente al abismo de la historia. Cuando la última página se cierra, uno no siente que ha terminado un cómic; siente que ha presenciado una epopeya. Y en el silencio que queda tras la tormenta, solo permanece una certeza: la leyenda del samurái negro no ha hecho más que comenzar.
“Yo quería unificar Japón y resulta que mi último partidario es… ¡Un extranjero!”
