El primer volumen de «Las Crónicas de Nyur Nyur» es un cómic que parece encontrado bajo capas de polvo, miedo y mala conciencia colectiva. Pau Castanyer y Pau Arévalo han levantado una obra que no quiere competir con el género zombi, porque lo considera un cadáver. En lugar de maquillarlo, deciden abrirlo en canal, estudiar su putrefacción y usar los restos para construir algo nuevo, incómodo y peligrosamente ambicioso. Y Xavier Tárrega lo dibuja como si cada página fuera una losa arrancada de una civilización enterrada viva.

La historia empieza en un lugar llamado Terragria, cincuenta años después de la Gran Masacre. Es un mundo que ha normalizado el desastre. Aquí ya no hay histeria, ni épica, ni promesas de reconstrucción. El colapso ocurrió hace tanto tiempo que incluso el recuerdo del colapso empieza a desdibujarse. Y eso es lo verdaderamente terrorífico. El apocalipsis no como final, sino como estado permanente. Como rutina. Como paisaje. En este escenario sofocante se mueven Nyur Nyur y Doni, refugiados en pasadizos oscuros que parecen las entrañas del propio planeta. Ella escribe. Él escucha. Ese gesto tan simple se convierte en el núcleo conceptual de toda la obra. Narrar para sobrevivir. No al hambre, no a los infectados, sino al vacío. Porque cuando ya no queda futuro, la única forma de seguir siendo humano es recordar, aunque sea mal, aunque sea a trompicones.
Nyur Nyur no es una heroína tradicional. No lidera rebeliones ni dispara balas salvadoras. Su arma es el lenguaje. Su resistencia es la memoria. Eso convierte a este cómic en algo mucho más grande que una historia postapocalíptica. Lo convierte en una reflexión feroz sobre el poder de los relatos, sobre quién los cuenta, cómo se deforman y por qué, al final, son lo único que queda cuando todo lo demás se ha perdido. Las crónicas que protagonizan tres personajes de lo más variopinto funcionan como relatos internos, como fragmentos de un mundo que se niega a desaparecer del todo. No son historias cerradas ni tranquilizadoras. Son restos, piezas incompletas, mitos a medio formar. A veces parecen recuerdos, otras veces advertencias, otras directamente mentiras necesarias. Porque en un mundo roto, la verdad ya no importa tanto como la necesidad de creer en algo. El arranque del comic es deliberadamente hostil. No te explica nada. No te contextualiza. No te da la bienvenida. Te arroja dentro y espera que sobrevivas. Esa sensación de desorientación no es un fallo: es una experiencia diseñada. El lector se convierte en otro superviviente más, obligado a aprender las reglas del mundo sobre la marcha, aceptando que algunas nunca serán explicadas del todo. Como en la vida real, después del desastre.

El guion de Castanyer y Arévalo es excesivo, denso y, por momentos, abrumador. Y menos mal. Porque este no es un cómic que aspire a la ligereza. Aquí hay capas de discurso sobre civilización, decadencia, transmisión cultural, trauma colectivo y lenguaje como último refugio. A ratos parece un relato mítico incluyendo figuras como las sirenas. A ratos, un tratado filosófico disfrazado de ficción de género. A ratos, un susurro desesperado lanzado a la nada. Lo brillante es que, pese a esa ambición desmedida, todo acaba encajando. Puede que no inmediatamente. Puede que tengas que releer. Puede que algunas piezas cobren sentido páginas después, o incluso al cerrar el tebeo. Pero lo hacen. Como si el cómic confiara en que el lector es capaz de reconstruir significado a partir de los escombros.
En el aspecto gráfico, tenemos el dibujo de Xavier Tárrega, que no acompaña al guion. Lo refuerza, lo ensucia, lo completa. Su estilo en bitono convierte cada página en una declaración de intenciones. Aquí no hay color porque no hay consuelo. Aquí no hay espectacularidad porque no hay héroes. Todo es áspero, rugoso, imperfecto. Con ese toque de alguien que dibuja en una cueva con un pequeño lápiz roto. Las figuras humanas parecen frágiles, casi provisionales. Los escenarios no están diseñados para impresionar, sino para asfixiar. Las ciudades no son ruinas románticas. Son cadáveres arquitectónicos. Los pasillos, túneles y refugios transmiten claustrofobia, como si el mundo entero se hubiera convertido en un escondite improvisado. Y cuando aparecen los zombis (si se les pudiera llamar así) lo hacen sin fanfarria. No son el centro del relato. Son una presencia más, casi anecdótica, porque el verdadero horror ya ocurrió hace tiempo.
El formato del comic editado por Dolmen juega un papel clave. Las 264 páginas en tapa dura no invitan a una lectura ligera. Este es un tomo que pesa, literalmente y metafóricamente. Que exige ser leído con calma, con atención, aceptando que no todo será cómodo ni satisfactorio de inmediato. El ritmo es irregular, fragmentado, a veces casi contemplativo. Pero esa irregularidad es coherente con el mundo que retrata: un mundo sin orden, sin progresión clara, sin promesas.

Uno de los mayores aciertos del comic es su capacidad para hacerte sentir que estás leyendo algo prohibido, algo que no estaba destinado a sobrevivir. Como si cada página fuera una reliquia rescatada del olvido. Hay una sensación constante de precariedad, de que el relato podría romperse en cualquier momento. Y eso le da una fuerza brutal. Este no es un cómic optimista. Se mueve en un terreno mucho más incómodo. El de la resistencia mínima, el de seguir adelante no porque haya esperanza, sino porque rendirse significaría aceptar el silencio definitivo. Aquí la humanidad no se salva. Se prolonga. A base de palabras, recuerdos deformados y relatos transmitidos en la oscuridad.
Cuando terminas el volumen, no sientes cierre. Sientes eco. La sensación de que estas crónicas podrían ser las últimas, o las primeras de algo nuevo, o ambas cosas a la vez. Sientes que has leído un testamento cultural, una advertencia escrita desde el futuro para un lector que aún cree que el mundo es estable. «Las Crónicas de Nyur Nyur» es, en consecuencia, salvaje, exigente y profundamente incómodo. Es un cómic que entiende que, cuando el viejo paradigma se derrumba, las historias no sirven para escapar de la realidad, sino para soportarla. Y en ese gesto desesperado, terco y humano, encuentra su verdadera grandeza.
