La Leyenda de las nubes escarlatas: la sangre no olvida

Abrir «La leyenda de las nubes escarlatas» («La Légende des nuées écarlates«) es como atravesar una cortina de nieve sin saber qué hay al otro lado. No hay bienvenida, no hay contexto amable, no hay un mapa que nos indique dónde estamos ni por qué deberíamos seguir adelante. Solo frío, silencio y una sensación incómoda de estar entrando en un territorio que no nos pertenece. Saverio Tenuta no invita al lector: lo empuja. Y en ese gesto brusco, casi descortés, está una de las grandes virtudes de esta obra.

Publicada por Tengu Ediciones, con traducción de Gabriel Álvarez en una edición integral de gran formato, tapa dura y 200 páginas a color, conteniendo los cuatro álbumnes de la serie publicados en el mercado franco belga entre 2006 y 2010: “La ville qui parle au ciel”, “Comme feuilles au vent”, “ Le trait parfait” y “La fleur cachée de l’abomination”. Se presenta así en su totalidad como un objeto contundente, serio, casi solemne. No es un comic ligero ni por peso ni por intenciones. Es un volumen que exige ser leído con tiempo, con paciencia y con una cierta disposición a perderse. Porque perderse es parte fundamental de la experiencia. Aquí no hay concesiones narrativas ni explicaciones tranquilizadoras. Todo se construye desde la carencia: de recuerdos, de información, de certezas.

La historia arranca con una escena aparentemente reconocible: una posada, una representación de bunraku, unos guardias que irrumpen para detener a alguien. Es un inicio que remite a decenas de relatos previos, desde el folclore oriental hasta la literatura clásica. Pero esa familiaridad dura poco. Muy pronto queda claro que este no es un terreno cómodo ni previsible. El mundo que Tenuta despliega es nuevo, extraño, deliberadamente opaco. Una ciudad levantada en una montaña helada, aislada del resto del mundo, donde la nieve parece eterna y las sombras esconden más de lo que revelan. El lector entra en ese lugar de la misma forma que el protagonista: sin memoria. Raido, el ronin errante que guía el relato, oye voces, siente presencias, arrastra una carga invisible que no comprende del todo. Y nosotros, como lectores, compartimos su desconcierto. No sabemos quién es realmente, qué ha perdido ni por qué su camino está marcado por la violencia y el silencio. Tenuta nos obliga a aceptar esa ignorancia como punto de partida. No hay otra manera de avanzar.

La estructura del relato refuerza esta sensación de desorientación. El tiempo no es lineal. Los acontecimientos se fragmentan, se repiten desde otros ángulos, se adelantan o retroceden sin previo aviso. La narración funciona casi como una obra teatral, donde escenas y símbolos se suceden con una lógica más emocional que racional. El bunraku no es solo un elemento del argumento, sino una metáfora constante. Los personajes parecen marionetas movidas por hilos invisibles, atrapadas en un destino que apenas pueden cuestionar. Esta elección hace que la lectura sea lenta y exigente. No es un cómic para leer de una sentada, ni para consumir de forma distraída. Cada página pide atención, cada escena requiere ser observada con cuidado. La falta de antecedentes y explicaciones puede resultar frustrante para algunos lectores, pero también es lo que da a la obra su personalidad. Aquí no se trata de entenderlo todo de inmediato, sino de dejar que las piezas encajen poco a poco, a veces de forma incompleta, a veces de manera inquietante.

La violencia, cuando aparece, no es espectacular ni gratuita. Es seca, directa, casi ritual. Las espadas cortan sin adornos, la sangre cae y mancha la nieve. Y esa imagen (la blancura transformándose en rojo) se convierte en uno de los símbolos más potentes del tebeo. La pureza inicial se corrompe, el silencio se rompe, el paisaje se vuelve testigo de una tragedia inevitable. No hay heroísmo en estos combates, solo la constatación de que cada enfrentamiento acerca a los personajes a una verdad dolorosa.

El apartado gráfico es, sin discusión, uno de los grandes pilares de este comic. El dibujo de Tenuta es detallado, expresivo y profundamente arrollador. El uso del color es magistral. No solo define espacios y momentos, sino que construye estados de ánimo. Hay páginas dominadas por blancos cegadores, por grises apagados, por rojos intensos que irrumpen como una herida abierta. Cada elección cromática parece pensada para reforzar el tono onírico y trágico del relato.

Las composiciones de página juegan con la verticalidad, con el vacío, con la acumulación de figuras y elementos naturales. En algunos momentos, la ambientación puede recordar más a una estética china que japonesa, especialmente por la manera en que se representan ciertos espacios y estructuras. Pero esta mezcla de influencias no es un problema, sino una consecuencia lógica del enfoque de Tenuta. No estamos ante una recreación histórica rigurosa, sino ante un universo mitológico, construido a partir de referencias culturales filtradas por una sensibilidad europea. Los rostros de los personajes, a menudo similares entre sí, refuerzan esa sensación de extrañamiento. No se busca la identificación inmediata, sino una cierta distancia. Son figuras atrapadas en un mismo destino, intercambiables en su sufrimiento, unidas por una tragedia común. Esta decisión visual puede desconcertar, pero encaja perfectamente con el tono fatalista de la obra.

Este equilibrio entre lo simbólico y lo tangible da lugar a una épica oscura, densa, profundamente melancólica. No es difícil encontrar paralelismos con otras obras que han explorado el imaginario samurái desde una óptica occidental. Pero La leyenda de las nubes escarlatas se mueve en un registro más introspectivo y menos aventurero. Aquí importa menos el viaje físico que el peso del pasado, la culpa, la identidad fragmentada.

Al cerrar el tomo queda la impresión de haber asistido a algo antiguo y peligroso. A un relato que no pretende enseñar una lección clara, sino enfrentar al lector con la idea de que el sentido no siempre es inmediato. Aquí la épica no está en la victoria, sino en la resistencia, en seguir avanzando, aunque el camino sea confuso y esté cubierto de nieve y sangre. Cada golpe de espada, cada mirada perdida, cada salto temporal contribuye a esa sensación de fatalidad asumida. Este no es un cómic para recomendar a la ligera ni para leer buscando entretenimiento rápido. Es una obra que exige tiempo, silencio y una cierta disposición a aceptar la incomodidad. Pero precisamente por eso deja huella. «La leyenda de las nubes escarlatas» termina sin alzar la voz, fiel a su tono espectacular y ceremonial. No necesita un gran golpe final porque todo el relato ha sido, en sí mismo, ese golpe. Por eso, cuando el silencio se impone, queda claro que esta no es una obra pensada para cerrarse y olvidarse, sino para permanecer, como una cicatriz que no duele siempre, pero que nunca desaparece del todo.

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