«Los Vengadores: ¡La trampa de la veracidad!» («The Avengers in the Veracity Trap!») es ese tipo de cómic que no se limita a contar una historia. Te mira a los ojos, te sonríe con complicidad y te pregunta, sin levantar la voz, por qué sigues leyendo tebeos después de tantos años. Chip Kidd y Michael Cho no vienen aquí a reinventar la rueda ni a dinamitar el género desde dentro, sino a hacer algo mucho más difícil y mucho más honesto: recordarnos por qué la rueda empezó a girar en primer lugar.

La premisa es tan sencilla como peligrosamente ambiciosa. Volvemos a la Edad de Plata, a los años en los que Marvel aún estaba aprendiendo a hablar con sus lectores como si fueran cómplices. Capitán América, Thor, Iron Man, Hulk, la Avispa y Hombre Gigante aparecen tal y como los recordamos en los sesenta: trajes brillantes, gestos teatrales, discursos épicos y una fe casi infantil en que el bien, si se le da una oportunidad, puede imponerse al caos. No hace falta un máster en continuidad vengadora para entrar en la historia. Kidd escribe con una claridad que invita, no que excluye. Este cómic te abre la puerta y te dice: pasa, esto también es para ti.
No podía falta a la cita el dios de las trampas. Loki, aquí menos bufón tramposo y más arquitecto del relato, pone en marcha la llamada Trampa de la Veracidad. Un artefacto que no solo amenaza al mundo, sino al propio concepto de los Vengadores. Lo que comienza como una invasión clásica, con monstruos imposibles sacados directamente del imaginario de Jack Kirby, se convierte en algo mucho más inquietante. Los héroes empiezan a sospechar que su existencia no les pertenece del todo. Y cuando la verdad se revela, el suelo desaparece bajo sus pies.

La ruptura de la cuarta pared no es un truco barato ni un guiño posmoderno para quedar bien. Kidd y Cho saben que este terreno está más que transitado, pero lo pisan con respeto y con una idea clara: hablar de la ficción como refugio, como motor y como responsabilidad. Los Vengadores se enfrentan a sus propios creadores, literalmente, y lo hacen con una mezcla de desconcierto, rabia y vulnerabilidad que resulta sorprendentemente humana. Thor, el dios del trueno, duda. Capitán América se pregunta por el sentido del sacrificio. Iron Man, incluso con toda su arrogancia, no puede ocultar el vértigo de saberse una idea dibujada sobre papel. Este conflicto no debilita al cómic; al contrario, lo fortalece. Porque si algo ha definido siempre a Marvel es la idea de que sus héroes no son iconos inalcanzables, sino figuras poderosas atravesadas por la duda. Aquí esa duda se eleva al máximo nivel: ¿qué significa ser un héroe si todo está escrito? ¿Qué valor tiene el esfuerzo si el destino lo marca otro? Sin embargo, como buenos héroes Marvel, la respuesta no llega desde la metafísica, sino desde la acción.
Gráficamente, Michael Cho se marca una auténtica exhibición. Su arte no imita a Kirby: lo canaliza. Hay una energía constante en cada página, una sensación de movimiento que hace que los personajes parezcan a punto de salirse del papel. Las composiciones evocan deliberadamente los tebeos de los sesenta: dobles páginas explosivas, pin-ups falsas, monstruos gigantes con nombres imposibles y una paleta de color limitada que refuerza la identidad clásica del relato. Todo respira Edad de Plata, pero con una claridad narrativa contemporánea que evita que el conjunto se sienta anticuado. Cho también entiende algo fundamental. La épica no está reñida con la intimidad. Cuando los Vengadores luchan, parecen dioses antiguos cayendo del cielo. Cuando dudan, cuando se miran entre ellos buscando una respuesta, Cho baja el volumen y deja que los gestos lo digan todo. Hay humanidad en esos cuerpos perfectos, en esas miradas que no siempre saben qué hacer con la verdad que acaban de descubrir.

Además, el cómic está repleto de guiños para el lector veterano. Fin Fang Foom con sus pantalones morados o multitud de los viejos monstruos de Marvel. Incluso bromas internas sobre cómo se realizan los comics y que implica para sus creadores. Pero lo interesante es que ninguno de estos detalles es imprescindible para disfrutar de la historia. Están ahí como detalles adicionales, no como puntos de acceso. Este no es un cómic que se pavonee de su erudición: es un cómic que quiere compartirla. En el centro de todo está la relación entre creadores, personajes y lectores. Kidd plantea una idea tan simple como poderosa. Los héroes existen porque alguien creyó en ellos, y quienes creen en ellos lo hacen porque esos héroes les enseñaron algo importante. Es un círculo creativo, una especie de pacto tácito. Los autores exigen a los personajes que se levanten una y otra vez, y los personajes enseñan a los autores (y a nosotros) que siempre merece la pena intentarlo una vez más.
En un momento especialmente emotivo, la historia regresa a la infancia, al lugar donde todo empezó. No es un recurso nostálgico gratuito, sino una declaración de intenciones. Ahí es donde nacen los mitos modernos, en lectores jóvenes que encuentran consuelo, inspiración y coraje en unas páginas de colores. Los Vengadores no son reales porque existan dentro de un universo de ficción; son reales porque han tenido un impacto real en quienes los han leído. No es un cómic que busque cambiar la continuidad ni dejar una huella permanente en el Universo Marvel. No lo necesita. Su función es otra: recordarnos por qué estas historias importan. Por qué seguimos volviendo a ellas incluso cuando sabemos cómo funcionan los trucos. Porque, a veces, necesitamos creer que alguien siempre responderá a la llamada, aunque el mundo sea injusto, aunque la verdad duela, aunque sepamos que todo esto empezó como un dibujo.

En cuanto a la edición Abrams ComicArts junto a Marvel Arts lo realizaron para el mercado americano y en España se suma Panini Comics. Son 64 páginas en cartoné con sobrecubierta que recuerdan a esos primeros tebeos que podían caer en tus manos en los años 60. Por eso, al cerrar el tomo, lo que queda no es solo la satisfacción de haber leído una buena historia, sino una sensación más profunda, casi íntima. La de haber vuelto, aunque sea por un rato, a ese lugar donde los héroes eran grandes, los colores brillaban más y el futuro parecía algo que valía la pena defender. «Los Vengadores: ¡La trampa de la veracidad!» no es solo un homenaje a la Edad de Plata. Es una reivindicación del poder de la imaginación y de la esperanza que todavía puede nacer entre viñetas. Y eso, hoy en día, es casi un superpoder.
