D.R. & Quinch: dos idiotas, un universo y cero consecuencias

«D.R. & Quinch» es una granada disfrazada de cómic de humor. Una carcajada obscena lanzada directamente a la cara del buen gusto, la moral y el sentido común. Un artefacto nacido en las páginas de 2000 AD cuando el cómic británico vivía una edad de oro salvaje, sin frenos ni supervisión adulta. Cuando Alan Moore todavía se permitía el lujo de ser un gamberro absoluto antes de convertirse en el chamán barbudo que cambiaría el medio para siempre. Junto a él, Alan Davis afilando lápices y sonrisas, construyendo un envoltorio impecable para una de las comedias más brutales, exageradas y deliciosamente irresponsables que ha dado el noveno arte.

La idea no puede ser más simple ni más peligrosa: dos adolescentes alienígenas, Ernest Errol Quinch y Waldo Dobbs también conocidos por D.R.(Responsabilidad Disminuida) y Quinch, recorren el cosmos dejando tras de sí una estela de destrucción, cadáveres, planetas arrasados y situaciones imposibles, todo ello tratado con la ligereza de quien tira una colilla al suelo. No son villanos con planes elaborados ni antihéroes torturados; son delincuentes juveniles intergalácticos, gamberros con acceso a tecnología imposible y una total ausencia de conciencia. Waldo “D.R.” Dobbs, cuyo nombre completo ya es un chiste. Es un cerebro criminal bajito y manipulador, un sociópata encantador con la mente siempre varios pasos por delante del desastre. Quinch, su inseparable compañero púrpura, es fuerza bruta, entusiasmo infantil y estupidez leal, el tipo de amigo que nunca pregunta “¿por qué?” cuando la respuesta implica una explosión.

Desde su primera aparición, concebida como una historia aislada, D.R. & Quinch deja claro que no va a respetar nada. Su debut incluye la destrucción de la Tierra como si fuera una travesura sin importancia, una anécdota más en una noche de diversión. No hay solemnidad ni épica. El planeta estalla y la historia sigue adelante sin mirar atrás. Ese tono define toda la serie, una sucesión de episodios cada vez más desbocados en los que los protagonistas se ven envueltos (o se meten voluntariamente) en guerras alienígenas, campamentos infantiles, industrias culturales, momentos clave de la historia humana y situaciones sociales que solo pueden acabar en ruina absoluta.

El verdadero triunfo del cómic está en la forma en que Alan Moore maneja el humor. Aquí no hay chistes elegantes ni ironía fina. Hay humor anárquico, exagerado hasta lo grotesco, violencia convertida en gag y una voluntad constante de empujar cada idea hasta su límite más incómodo. Moore se ríe de la guerra mostrándola como un juego absurdo, se ríe de la autoridad reduciéndola a caricatura, se ríe del heroísmo haciéndolo estallar por los aires. Todo está llevado al extremo, pero con una inteligencia feroz que evita que el cómic se convierta en simple ruido. Cada historia es una sátira afilada, aunque disfrazada de broma salvaje.

Leer hoy este tebeo resulta especialmente fascinante porque muestra una cara de Moore que a menudo queda eclipsada por sus obras más famosas. Aquí no hay densidad simbólica ni discursos grandilocuentes; hay velocidad, chistes rápidos, situaciones imposibles y una energía juvenil que atraviesa cada página. Es un Moore que disfruta escribiendo sin preocuparse demasiado por el legado, por la corrección o por la profundidad moral.

Entre todas las historias recopiladas, destaca con luz propia “D.R. & Quinch van a Hollywood”, una sátira tan salvaje como profética. Moore y Davis cargan contra la industria cinematográfica con una mala leche que hoy resulta casi visionaria. Productores sin escrúpulos, creatividad vacía, explotación descarada y una maquinaria cultural capaz de triturarlo todo. Todo está exagerado hasta el absurdo, pero el retrato sigue resultando incómodamente reconocible. Es una historia repleta de referencias, de chistes visuales y de golpes directos al estómago, una de las grandes joyas del volumen y una lectura que explica muchas cosas del posterior desencanto de Moore con el cine. Algo que llama mucho la atención es como retratan a Marlon Brando y Burt Reynolds. En concreto (con Marlon) usan una viñeta con naranjas, donde acaba aplastado. Así juega Moore con la referencia al Padrino por la escena donde Vito Corleone se pone trozos de cáscara de naranja en la boca para jugar con su nieto.

En cuanto al aspecto gráfico, el trabajo de Alan Davis es esencial para que este cómic funcione como algo más que una sucesión de barbaridades. Su dibujo es claro, elegante y sorprendentemente contenido para el nivel de locura del guion. Davis domina la caricatura sin caer en el caos. Crea diseños alienígenas memorables y dota a los personajes de una expresividad que multiplica el impacto de cada chiste. Su estilo, limpio y dinámico, permite que incluso las escenas más desbordadas se lean con fluidez y ritmo. Es un recordatorio de por qué Davis es uno de los grandes dibujantes surgidos del cómic británico y de cómo su arte puede elevar cualquier historia.

El volumen también recoge las historias escritas por Jamie Delano tras la marcha de Moore. Delano mantiene el espíritu gamberro y el tono irreverente, aunque introduce matices propios y una sensibilidad ligeramente distinta. No alcanza quizá el nivel de salvajismo puro de las mejores historias de Moore, pero funciona como una continuación coherente y completa el retrato de D.R. & Quinch como fenómeno editorial. Lejos de desentonar, estas historias amplían el universo de los personajes y demuestran que el concepto tenía recorrido más allá de su creador original.

La edición de Dolmen Editorial es justo el tipo de envoltorio que un cómic como D.R. & Quinch necesitaba para lucir como el clásico que es. Tapa dura, buen papel, traducción de Alberto Díaz, una introducción de Barsen Sánchez y una reproducción del dibujo de Alan Davis que respeta la limpieza de su trazo y el dinamismo de la página original, permitiendo que cada gesto exagerado y cada explosión absurda brillen como deben.

Más allá de su valor como obra concreta, D.R. & Quinch es también un testimonio de una época. De un momento en el que 2000 AD era un campo de pruebas para ideas radicales, en el que los autores podían experimentar sin miedo y en el que el cómic británico se atrevía a ser irreverente, político, violento y absurdamente divertido al mismo tiempo. Es un cómic que no pide ser tomado en serio, pero que acaba siendo importante precisamente por su descaro. No es una lectura para todo el mundo. Su humor es excesivo, su violencia es gratuita y su falta de empatía puede resultar incómoda. Pero para quienes disfrutan del cómic sin complejos, del humor negro llevado al extremo y de las historias que se ríen de absolutamente todo, D.R. & Quinch es un clásico indiscutible. Un cómic que no ha envejecido porque nunca quiso hacerlo, que sigue siendo tan incorrecto y divertido como el primer día, y que demuestra que, a veces, la mejor forma de entender el mundo es reírse de él mientras arde.

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