La cámara oscura del Olimpo: Profecía y sangre

«La cámara oscura del Olimpo» es una obra que no se limita a reinterpretar los mitos griegos. Los somete a un ritual de revelado, como si cada página fuese una placa fotográfica expuesta a la luz brutal de la historia. Rodrigo Lucio y Carlos DeArmas construyen una epopeya solemne y profundamente inquietante. Los dioses dejan de ser símbolos lejanos para convertirse en actores políticos, estrategas obsesivos y herederos de una violencia que no se extingue ni siquiera con la eternidad.

Desde sus primeras páginas, el cómic establece su tono. Aquí no hay un Olimpo luminoso, ni risas divinas, ni ligereza épica. El Olimpo es un lugar cerrado, opresivo, casi claustrofóbico, más cercano a una corte imperial en descomposición que al paraíso marmóreo de las películas de Hollywood. La profecía que anuncia el destronamiento de Zeus no irrumpe como una sorpresa, sino como una confirmación de lo inevitable. El padre de los dioses sabe, como supo Cronos antes que él, que el poder nunca es estable y que la sangre propia es el terreno más fértil para la traición. A partir de esta revelación, la obra despliega una trama de largo aliento, que se extiende desde el siglo XIII hasta el III antes de Cristo, fundiendo mitología griega e historia mediterránea en un solo cuerpo. El guionista no separa lo mítico de lo histórico. Los dioses actúan a través de reyes, ejércitos y ciudades, y los mortales avanzan convencidos de su protagonismo, sin percibir que forman parte de un juego de fuerzas que los supera. Atenas, Esparta o Roma no son solo ciudades emblemáticas. Son extensiones de la voluntad divina, instrumentos ideológicos al servicio de un conflicto mucho mayor.

En este tablero de guerra prolongada, Atenea y Ares emergen como los polos más visibles del enfrentamiento. Pero sería un error leer su oposición como un simple choque entre sabiduría y violencia. Atenea, la diosa de la razón y la estrategia, no es aquí una figura benévola ni humanista. Es fría, calculadora, capaz de sacrificar pueblos enteros si el resultado favorece su posición en la jerarquía olímpica. Ares, por su parte, no es solo furia ciega; es el resentimiento hecho carne, el dios herido que recuerda cada afrenta y cada humillación. Ambos representan modelos distintos de poder, pero igualmente devastadores. Y luego esta Afrodita esa diosa sexual y manipuladora que utiliza todas sus artes para conseguir su fin.

La grandeza del guion de Rodrigo Lucio reside en su ambigüedad moral consciente. No hay héroes puros ni villanos absolutos. Todos los hijos de Zeus cumplen, de una forma u otra, los requisitos de la profecía. Todos podrían ser el futuro usurpador. Esa multiplicidad de opciones genera una tensión constante, un clima de sospecha que envenena cada decisión. El lector asiste a una sucesión de maniobras políticas, alianzas efímeras y traiciones silenciosas, consciente de que cada victoria contiene ya la semilla de una derrota futura. Esta complejidad narrativa exige una lectura atenta y activa. La cámara oscura del Olimpo no se preocupa por explicar ni por guiar de la mano. Los nombres, las genealogías, los episodios históricos y míticos se entrecruzan sin concesiones. Lejos de resultar un obstáculo, esta densidad se convierte en uno de los grandes placeres de la obra. La sensación de estar ante un relato profundo, con capas que se revelan poco a poco, lectura tras lectura.

En el dibujo de Carlos DeArmas es fundamental para sostener esta ambición. Su dibujo tiene algo de arqueológico y de visionario al mismo tiempo. Las figuras parecen talladas en piedra, como si fueran fragmentos de un friso antiguo arrancado al tiempo. Los cuerpos son desmesurados, solemnes, casi intimidantes. No hay fragilidad aquí. Incluso en la derrota, los dioses conservan una presencia aplastante. DeArmas utiliza escorzos audaces, composiciones tensas y una anatomía casi imposible para transmitir la idea de que estos seres no pertenecen al mundo humano, aunque compartan sus vicios. Por otro lado, el color desempeña un papel crucial. No funciona como ornamento, sino como lenguaje simbólico. Cada tono parece elegido para subrayar un estado de ánimo, una correlación de fuerzas, una amenaza latente. Es un color denso, a veces áspero, que contribuye a esa atmósfera envolvente y casi sofocante que domina la obra.

Uno de los aspectos más fascinantes del cómic es su concepción radical de la página. Dibujante y guionista entienden la página como una unidad completa, no como un simple contenedor de viñetas. El diseño se aleja del clasicismo y propone recorridos visuales que obligan al lector a detenerse, a explorar el espacio impreso. Cada página es un viaje en sí misma, un trayecto donde texto e imagen se entrelazan de forma orgánica. Hay páginas que se leen casi como un mapa, otras como una composición musical, marcando ritmos, silencios y explosiones de violencia.

La guerra de Troya ocupa un lugar central como mito fundacional y herida abierta. No es presentada como una simple epopeya heroica, sino como el primer gran cisma familiar del Olimpo. Atenea, al favorecer la victoria griega, demuestra que la astucia puede ser más letal que la fuerza bruta. Pero el gesto verdaderamente imperdonable es permitir que un mortal hiera a Ares y Afrodita. La sangre divina derramada por manos humanas introduce una verdad insoportable: los dioses no son intocables. Ares, dios de la guerra, y Afrodita, diosa del amor, no olvidarán jamás esa humillación. Desde ese momento, la obra deja claro que la guerra entre los dioses es inevitable. Ya no se trata solo de influir sobre los mortales, sino de ajustar cuentas internas, de saldar viejas heridas. La familia olímpica, como tantas dinastías humanas, está condenada a destruirse desde dentro. Lucio convierte este conflicto en una reflexión amarga sobre la herencia del poder: cada trono se construye sobre la sangre del anterior, y cada profecía es una forma de violencia anticipada.

La pregunta que atraviesa toda la obra, formulada a veces de manera explícita y otras en silencio, es demoledora: ¿hemos aprendido algo? La respuesta parece ser negativa. Todo muere, todo renace, nada cambia. Los imperios se suceden, los nombres varían, pero las dinámicas son las mismas. Ambición, engaño, violencia, manipulación, lujuria, dominio. La historia se presenta como un ciclo interminable, una espiral de gloria y miseria que arrastra tanto a dioses como a hombres.

Este tebeo no es una lectura fácil ni complaciente. Requiere curiosidad, atención y, en ocasiones, apoyo externo. No es mala idea tener a mano una enciclopedia o Wikipedia para no perderse entre referencias históricas y mitológicas. Pero lejos de ser un defecto, esta exigencia forma parte de su grandeza. El cómic invita a participar, a investigar, a completar el relato con su propio bagaje cultural. Al cerrar este tebeo editado por Tengu Ediciones, la sensación no es de triunfo, sino de revelación. Como si uno hubiera asistido a una ceremonia antigua, prohibida, donde se muestran las entrañas del mito sin maquillaje ni consuelo. Rodrigo Lucio y Carlos DeArmas firman una obra ambiciosa y oscura, donde la épica se funde con la política y la historia se convierte en espejo del presente. «La cámara oscura del Olimpo» demuestra que los mitos siguen vivos porque siguen hablándonos de poder, miedo y destrucción. Porque dioses y mortales no son tan distintos. Porque, al final, en lo alto del Olimpo como en la tierra, no hay reinado eterno sin conspiración, ni profecía que no exija su precio en sangre.

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