«Karolus Magnus: el emperador de los bárbaros» no es un cómic histórico. Decir eso de entrada puede resultar chocante. Pero es una forma de preparar el terreno antes de que Jean-Claude Bartoll te empuje sin avisar a un siglo VIII deformado, hipervitaminado y pasado por una trituradora de épica salvaje. Esto no va de aprender quién fue Carlomagno. Sino de sentir cómo pudo haber sido el mundo cuando Europa aún no sabía que iba a llamarse Europa. Cuando todo se decidía a golpe de espada, traición y juramentos rotos. Aquí la historia no se estudia. Se despedaza y se vuelve a montar como un monstruo fascinante.

El tomo que edita Yermo, recopilando los tres álbumes publicados por Soleil, se lee como una sola gran saga de ambición desatada. Karolus Magnus es un joven rey franco que acaba de heredar el poder tras la muerte de Pepino el Breve y que ya no concibe el mundo como un tablero de alianzas, sino como un territorio que debe ser conquistado. No hay reflexión moral, no hay dudas existenciales prolongadas: hay hambre de imperio. Karolus avanza como una fuerza de la naturaleza, aplastando a su hermano, sometiendo sajones, doblegando lombardos y fijando su mirada más allá de los Pirineos, hacia al-Ándalus, donde el juego político promete gloria, botín y legitimidad.
La expedición a Hispania es el núcleo del primer gran arco, y Bartoll la convierte en algo mucho más interesante que una simple campaña militar. Aquí entran en juego los sarracenos, Al-Ándalus, el emirato de Córdoba y un entramado de promesas rotas que huelen a pólvora desde la primera página. Pero antes de llegar a Zaragoza, las huestes francas deben atravesar Vasconia, y ese territorio se convierte en el verdadero corazón de la obra. No como una provincia más, sino como una tierra indomable, orgullosa, ajena al orden imperial que Karolus quiere imponer. Es ahí donde aparece Artza de Ossau, el rehén vascón, figura central y auténtico contrapunto del emperador. Artza no es solo un príncipe desposeído ni una pieza en el tablero político. Es la representación de un mundo que no se deja absorber por la lógica imperial. Bartoll lo carga de una dimensión casi mítica, conectada con lo animal, con los dioses antiguos, con una espiritualidad pagana que desafía directamente al cristianismo pragmático de los francos. Puede resultar excesivo, incluso fantástico en el sentido más literal, pero funciona como símbolo narrativo: Artza es lo que Karolus no puede conquistar del todo.

Junto a él, el cómic despliega una galería de personajes que no buscan agradar, sino generar fricción constante. Brunhilde von Bruck, sajona, espía y guerrera, es posiblemente la creación más polémica y a la vez más magnética del álbum. Valquiria, asesina, manipuladora, lesbiana declarada. Brunhilde concentra todas las críticas posibles al cómic y también muchas de sus virtudes. Es anacrónica, sí. Es inverosímil desde un punto de vista académico, sin duda. Pero como personaje es dinamita pura. Una mujer que entiende el poder, que se mueve entre cortes y campos de batalla con la misma eficacia, y que encarna el costado más oscuro y amoral del proyecto carolingio.
La trama de Karolus Magnus avanza mezclando escenas de acción brutal, largas discusiones políticas y relaciones carnales que no buscan provocar gratuitamente, sino recordar que el poder también se ejerce desde la cama. El sexo, la violencia y la religión se entremezclan sin compartimentos estancos, como debieron hacerlo en aquella época. Aquí nadie es puro, nadie es ejemplar. Ni siquiera Karolus, al que el cómic presenta como un conquistador despiadado, capaz de arrasar una ciudad cristiana como Pamplona sin pestañear si eso le conviene estratégicamente. Este detalle no es menor. La obra dinamita la visión heroica y edulcorada del futuro emperador y lo devuelve a su condición original de bárbaro vencedor.

En el aspecto gráfico, el trabajo de Eon junto a Simona Rossi eleva el conjunto de forma decisiva. Su dibujo es denso, potente, como si cada viñeta tuviera masa. Los cuerpos están marcados por la guerra, los rostros transmiten ambición, miedo o fanatismo. Las batallas no se presentan como coreografías elegantes, sino como explosiones caóticas de violencia. El color refuerza esta sensación: ocres, rojos, verdes sucios, tonos que remiten al barro, a la sangre seca, al cuero y al hierro. Hay una clara voluntad de crear atmósfera antes que belleza convencional, y eso encaja perfectamente con el tono de la historia.
A medida que avanzan los álbumes, la saga se expande y también empieza a desbordarse. El segundo tomo amplía las tramas políticas, multiplica los frentes y profundiza en las tensiones internas tanto en Vasconia como en la corte franca. El tercero, llamado Derrota en Hispania (Défaite en Hispanie), abraza el caos de forma casi suicida. Nuevas subtramas, giros bruscos, personajes clave despachados en pocas viñetas, revelaciones que alteran por completo lo establecido. Aquí el lector puede sentirse desconcertado, incluso frustrado. La narración se vuelve más irregular, menos contenida, y da la sensación de que Bartoll quiere contar demasiadas cosas a la vez. Pero incluso en ese exceso hay una coherencia. El imperio crece y todo se vuelve incontrolable. La derrota en Hispania, la traición de Zaragoza, el saqueo de Pamplona y la futura emboscada de Roncesvalles no se presentan como episodios heroicos, sino como el precio inevitable de la soberbia. Roland aún no es mito ni canción de gesta; es un hombre condenado. El fracaso no ennoblece, solo deja cicatrices. En ese sentido, Karolus Magnus es profundamente moderno porque cuestiona el relato fundacional y lo sustituye por una visión incómoda, sucia y profundamente humana.

¿Es cierto que el cómic se toma libertades enormes con la Historia? Sin duda. ¿Qué mezcla épocas, inventa personajes y fuerza situaciones hasta lo absurdo desde un punto de vista académico? También. Pero juzgar esta obra solo desde el rigor histórico es no haber entendido su propuesta. Karolus Magnus no quiere ser una crónica fiel, sino una relectura brutal del mito. Una fantasía histórica que se pregunta qué hay detrás de los nombres gloriosos: qué violencia, qué traiciones, qué barbarie fue necesaria para levantar aquello que luego se llamaría civilización.
El resultado es un cómic irregular, excesivo, a ratos caótico, pero imposible de ignorar. Tiene momentos de enorme fuerza. Personajes que se quedan contigo y una atmósfera que rezuma ambición y fatalidad. No es un relato cómodo ni complaciente, y quizá por eso mismo resulta tan estimulante. Bartoll y Eon no han hecho una estatua a Carlomagno. Lo han bajado del pedestal y lo han devuelto al barro, donde los imperios nacen y mueren. En definitiva, «Karolus Magnus, el emperador de los bárbaros» es una obra que exige al lector un pacto claro. Tiene que aceptar la pseudo-historia, abrazar el exceso y dejarse arrastrar por una epopeya que no pide perdón. Si lo haces, encontrarás una saga feroz, salvaje y fascinante, una mirada incómoda al origen del poder en Europa y un recordatorio brutal de que, antes de ser leyenda, todo imperio fue barbarie.
