El «Gilgamesh» de Luc Ferry, Clotilde Bruneau y Pierre Taranzano no es simplemente una adaptación más de un mito antiguo. Es un terremoto que nos recuerda que, antes de los griegos, antes de Roma, antes incluso de buena parte de lo que reconocemos como cultura, la humanidad ya narraba epopeyas sobre tiranos, héroes imposibles, amistades forjadas en el fuego del combate y búsquedas destinadas a acabar en el polvo. En este volumen, que reúne los tres tomos originales de La sagesse des mythes, esa grandeza primigenia retumba con una fuerza que puede sorprender incluso a los lectores más curtidos.

Desde la primera página, la obra impone una presencia monumental. Uruk, la ciudad de las murallas imposibles, es un personaje en sí misma. Un organismo vivo, sofocado por el peso del hombre que la reina, la domina y la despedaza. Porque Gilgamesh no es, al inicio, un héroe. Ni siquiera un villano majestuoso. Es un tirano puro, una tormenta con forma humana. Un rey mitad divino que actúa como un depredador, tomando lo que quiere, humillando lo que toca y ejerciendo el poder como un látigo sin freno. Y la obra no se esconde. No dulcifica nada. Bruneau entiende que antes de convertirse en mito luminoso, Gilgamesh fue oscuridad absoluta. Es ahí donde entra la intervención divina. No como un milagro, sino como un correctivo. Los dioses, hartos del caos del rey, crean un contrapunto, una bestia-hombre llamada Enkidu. Desde el primer momento en que Taranzano lo dibuja emergiendo del desierto, con su fuerza salvaje y su inocencia primitiva, entendemos que no se trata de un simple secundario. Es el espejo que hará temblar al tirano.
Bruneau construye la llegada de Enkidu con una precisión admirable. Cada paso que da hacia la civilización es un recordatorio de que el mundo de Uruk no es solo piedra y poder. Es un conjunto de valores, de jerarquías, de límites que Gilgamesh ha roto durante demasiado tiempo. Cuando ambos se encuentran, cuando chocan por primera vez, el cómic alcanza uno de sus momentos más potentes. La pelea de titanes que transforma el odio en respeto y el respeto en amistad. Una amistad que es el corazón palpitante de toda esta epopeya. Es aquí donde la obra despliega toda su fuerza. Se entiende que no se trata solo de seguir hazañas míticas. Se trata de ver cómo un monstruo se vuelve hombre gracias al único ser capaz de mirarlo a los ojos sin temblar.

El segundo tramo del volumen, centrado en las gestas compartidas, es un festival heroico. Bruneau y Taranzano recrean las aventuras de Gilgamesh y Enkidu con una solemnidad vibrante. Desde la caza del monstruoso Humbaba hasta el enfrentamiento devastador contra el Toro Celeste enviado por la diosa Ishtar. Cada secuencia es un despliegue que combina grandiosidad y ferocidad, sin perder el sentido mitológico. La paleta de colores, más terrosa y orgánica funciona como un lenguaje propio. Evoca arcilla, desierto, madera, sangre seca. Evoca origen. Sin embargo, el verdadero golpe maestro llega cuando, tras desafiar a los dioses una vez más, Enkidu muere. Aquí el cómic se vuelve sombrío, desgarrador, inmenso. Taranzano dibuja la devastación de Gilgamesh con una humanidad brutal. Un rey que nunca había conocido límite se enfrenta por primera vez a la frontera que nadie puede cruzar. La muerte no es un concepto para él. Es un ladrón, una sombra que le arrebata a la única persona que lo había hecho mejor. En ese instante nace el Gilgamesh eterno. El héroe que, aterrado por la mortalidad, emprende un viaje imposible para desafiar a la muerte misma.
El tercer tramo del volumen es, quizá, el más fascinante desde una perspectiva filosófica. Bruneau no intenta suavizar el carácter obsesivo del rey. Su Gilgamesh no busca sabiduría. Busca inmortalidad por puro pánico, por puro ego, por puro deseo de escapar del destino común. Esta honestidad le da a la obra una profundidad inesperada. Cada encuentro en su camino (la tabernera, los guardianes del camino, los monstruos) funciona como un eco que repite el mismo mensaje: “Renuncia. Ningún hombre escapa al fin.” Pero Gilgamesh no renuncia. Y ese es su error, su grandeza, su tragedia. Cuando por fin encuentra a Utnapishtim, ya intuimos lo que descubrirá: que la inmortalidad no es una recompensa para héroes, sino una maldición para supervivientes. Que nada, ni el poder, ni la fuerza, ni la voluntad, puede domesticar la muerte. Ese giro está contado con una claridad que convierte el final en un latido eterno. Gilgamesh vuelve a Uruk sabiendo que morirá. Pero también sabiendo que puede elegir cómo vivir hasta que llegue ese día. Ese aprendizaje, esa aceptación, es lo que finalmente lo convierte en el héroe que perdura más allá de los siglos.

La edición cartoné de Yermo Ediciones, con sus 152 páginas en gran formato hace justicia al trabajo gráfico. El tamaño permite apreciar la minuciosidad de Taranzano en cada gesto, cada arruga, cada arruga del vestuario. Pero si algo destaca de este tomo es que logra una proeza rara. Acerca un mito de 4000 años al lector moderno sin reducir su fuerza arcaica. Bruneau junto a Luc Ferry entienden lo que hacen. Respetan la estructura del mito, pero lo narran con ritmo contemporáneo, con claridad, con un dominio total del lenguaje épico. No es un manual, no es un resumen, no es una versión infantilizada. Es una historia viva y feroz contada como merece.
Este «Gilgamesh» es una puerta hacia la primera gran epopeya de la humanidad, pero también una obra propia, con personalidad, identidad y estética definida. Funciona tanto para estudiosos de mitología como para lectores que buscan aventuras potentes, y al mismo tiempo propone una reflexión existencial que sigue siendo tan actual como lo fue hace cuatro milenios: ¿Qué significa vivir sabiendo que se va a morir? Cuando cierras el tomo, lo entiendes: no hay respuesta más épica que esta obra.
