Tower Dungeon 2: seres con sangre de dragón

El segundo volumen de «Tower Dungeon» (タワーダンジョン) irrumpe como una acometida brutal en la frontera misma entre la fantasía oscura y la arquitectura imposible que caracteriza a Tsutomu Nihei. Si el primer tomo ya había sembrado un universo denso, pétreo y lleno de sombras que parecían moverse entre las costuras de cada página. Este nuevo capítulo expande ese mundo con una ferocidad casi animal, como si la torre, las criaturas y los propios personajes se retorcieran para reclamar más espacio, más peligro y más épica.

Desde la primera viñeta se percibe que algo ha cambiado. Un temblor político sacude los cimientos del relato cuando Minservelle, líder severa y competente, debe abandonar la misión para regresar a la capital real y asumir las funciones del rey. Este desplazamiento de poder es un recordatorio de que la aventura en la Torre del Dragón no es solo una cuestión de monstruos y mazmorras. Es un tablero mucho más grande donde las decisiones de palacio repercuten en las profundidades de la piedra viva. Y así, de forma casi abrupta, Eliquo, Lilisen y Yuva quedan solos, convertidos en la punta de lanza de una misión cuyo éxito parece cada vez más improbable.

Sin Minservelle, la dinámica del trío queda desnuda, vulnerable y al mismo tiempo más honesta. Nihei toma a estos tres aventureros y los empuja hacia adelante. Cada paso hacia la Torre del Dragón es un paso hacia lo desconocido, hacia una oscuridad que no solo amenaza con devorarlos, sino con revelar aspectos de sí mismos que preferirían no conocer. Yuva, el muchacho campesino que parecía ajeno al horror del mundo, empieza a endurecer la mirada; Lilisen, la más ágil y práctica del grupo, muestra grietas que no había enseñado antes; y Eliquo, que siempre ha oscilado entre la audacia y la torpeza, se descubre obligado a mantener la compostura en un entorno que le exige más de lo que puede ofrecer.

El regreso a la Torre del Dragón opera como un destino inevitable. No importa lo que ocurra afuera, el relato tiene un punto de gravedad que arrastra a los personajes hacia ese monolito descomunal. Nihei dibuja la torre con la misma reverencia que un geólogo podría dedicarle a un volcán activo. La Torre es un organismo vivo, un estómago gigantesco hecho de piedra, túneles, pasarelas imposibles y cámaras que parecen latir. En su interior, el espacio se comporta como un enemigo más. Las escaleras no son simples escaleras. Son trampas que suben en espiral hacia la nada o conducen a salas donde la geometría se deshace como un pergamino quemado. Nihei domina el arte de la incomodidad visual, y cada página dentro de la Torre del Dragón te destruye un poco la orientación, como debe ocurrir en un manga que trata, precisamente, de perder la cordura en un laberinto viviente.

Pero lo verdaderamente sorprendente del volumen no es la mazmorra en sí. Lo que Nihei introduce con precisión quirúrgica es el hecho de que el peligro ya no se limita al interior de la torre. Afuera, en los caminos, en los pueblos abandonados, en los campamentos improvisados por aventureros de paso, acechan amenazas distintas, más humanas, más perversas. Los seres con poderes draconianos aparecen como un recordatorio de que la magia en este mundo no es una herramienta, sino una enfermedad o una bendición caprichosa que altera la carne y la voluntad. Hay caballeros arrogantes que buscan fortuna, hechiceros que ocultan intenciones indescriptibles, o asesinos muy nobles que harán lo que fuera por mantenerse jóvenes. Todo eso contribuye a que el mundo se sienta más grande, más antiguo, más cargado de secretos.

Este volumen tiene algo muy particular: respira. Sí, respira. Se nota que Nihei se permite momentos de pausa, silencios que pesan más que las palabras, planos abiertos que muestran la inmensidad del territorio alrededor de la torre y la pequeñez de los personajes que se atreven a desafiarlo. Al mismo tiempo, cada pausa es una trampa. Cada plano amplio es un zarpazo escondido. Cuando los personajes comparten un fragmento de comida o descansan brevemente, nos podemos imaginar que es la calma a la antesala del caos. Nihei entiende el ritmo como pocos, y lo demuestra manipulando la cadencia del manga de forma impecable, alternando páginas de acción visceral con instantes de contemplación casi espiritual.

Uno de los elementos más potentes de este volumen es la metamorfosis emocional que experimenta Yuva. El “ingenuo campesino” del primer tomo sigue ahí, pero bajo capas nuevas de responsabilidad, miedo y resolución. No es un héroe clásico; es alguien que intenta comprender un mundo cuyo lenguaje no entiende. A su lado, Lilisen se revela como la columna vertebral del grupo, una figura que mantiene la cordura y establece un vínculo sutil con ambos compañeros. Eliquo, por su parte, tiene uno de los desarrollos más interesantes. Su fachada de valentía se resquebraja varias veces a lo largo del tomo, permitiendo ver la fragilidad de un personaje que siempre ha intentado aparentar más de lo que es. Es esa humanidad lo que convierte a este trío en el centro de un manga que, a primera vista, podría parecer gobernado por lo visual.

En lo gráfico, Nihei sigue siendo un titán. Sus criaturas son pesadillas antropomórficas que parecen esculpidas bajo un cielo sin luz; sus escenarios están tan llenos de textura y detalle que casi puedes oler la humedad de los túneles o sentir el polvo de los terrenos exteriores. La densidad de sus negros es asfixiante, casi táctil, y los silencios que dibuja son tan elocuentes que te obligan a detenerte. La acción es cruda, desordenada, real. Los cuerpos pesan, los golpes duelen y las heridas no desaparecen mágicamente. Sus personajes son mortales, vulnerables y perecederos. Eso hace que cada batalla importe, que cada peligro sea real y que cada avance en la torre sea una victoria agridulce.

Pika Ediciones ofrece una edición cuidada, con un papel adecuado para conservar los contrastes y la oscuridad característica del autor. La traducción de Marc Bernabé es limpia, directa, ajustada a la aspereza del mundo que Nihei propone. Son 160 páginas que no se limitan a narrar. Te absorben, te aplastan, te obligan a respirar en el mismo aire enrarecido que respiran los personajes. Por eso, el volumen 2 de «Tower Dungeon» funciona como una pieza central dentro de una construcción mayor. Es un puente hacia algo más grande, sí, pero también es una historia con entidad propia, un descenso a la incertidumbre donde la épica nace de la fragilidad. No es un tomo de transición; es un acto de expansión. Un recordatorio de que Nihei, cuando quiere, puede transformar un género tan frecuentado como la fantasía de mazmorras en una experiencia devastadora.

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