Los Asediados: un edificio condenado

«Los asediados» ( Les assiégés) no es un simple tebeo. Es un disparo, un portazo, una madrugada entera sin dormir en un barrio donde nadie sale ileso y donde cada ladrillo cruje como si llevara veinte años acumulando furia. El trabajo de Stefano Nardella y Vincenzo Bizzarri es una obra que respira violencia social, miseria convertida en dignidad y derrota transformada en resistencia. Es un álbum que se abre con un rugido y no deja de temblar hasta su última página. Una crónica que mezcla lo mejor del thriller italiano contemporáneo con el testimonio áspero de quienes viven al margen, arrinconados por un sistema que solo los recuerda para desalojarlos, castigarlos o borrar sus huellas. En ese vértigo, en ese paisaje nocturno que parece oxidado por el sufrimiento, nos encontramos atrapados como un testigo más de lo inevitable.

La historia parte de un edificio ocupado que parece eternamente condenado: el ONPI. Un bloque que lleva casi dos décadas en la picota, sobreviviendo a amenazas de desalojo que nunca se concretan del todo. Como una espada de Damocles diseñada para desgastar, humillar y descomponer. Pero ahora la policía llega con la convicción de que esta vez sí, esta vez van a arrasar el edificio, desalojar a sus inquilinos (gente olvidada, castigada, ignorada) y dejar el barrio un poco más limpio. Un poco más aséptico para que la ciudad pueda presumir de regeneración urbana. Lo que no esperan es encontrarse con una resistencia feroz, visceral y desgarradora. Los asediados es eso. El retrato de un puñado de vidas que ya no tienen nada que perder, y quizá por eso mismo se agarran con uñas sangrantes a las paredes de un hogar que, siendo ruinoso, es lo único que poseen.

Nardella levanta una trama que es puro dinamismo. Una cuenta atrás que va alternando el presente con flashbacks que desvelan historias durísimas, secretos enterrados, conexiones inesperadas entre personajes que, a primera vista, parecen no tener nada en común. Pero claro que lo tienen. El dolor, la marginalidad, el barrio como cárcel y como refugio. Esta concatenación de recuerdos está tan bien dosificada que jamás entorpece la lectura; al contrario, convierte cada capítulo en un avance inexorable hacia algo que se siente como una explosión más que como un simple clímax argumental.

La obra se construye alrededor de tres figuras principales: Faustì, el llamado pintor loco; Cannemò, el líder de una banda de ladrones; y el joven Cirù, un chico atrapado entre la delincuencia y un futuro que parece haberse evaporado hace tiempo. Sus vidas se entrecruzan mediante un cuadro. Una pieza pictórica que funciona como nexo simbólico, que sirve de recordatorio constante de cómo el arte puede surgir incluso del fango más oscuro. Estos tres personajes cargan con traumas distintos, pero todos comparten la sensación de estar en un mundo que ya los ha dado por perdidos. Esa mezcla entre violencia y arte es uno de los mayores aciertos del tebeo. La idea de que la belleza puede surgir en el mismo territorio donde se incuban la venganza y el odio.

En el aspecto gráfico, ll dibujo de Vincenzo Bizzarri es salvaje y preciso a la vez. Con una composición de página aparentemente sencilla pero que le permite desplegar una narración fluida, perfectamente calculada. Sus splash-pages son escasas, pero cuando aparecen son devastadoras: paisajes nocturnos llenos de abandono, calles que parecen heridas abiertas o interiores donde la luz es un lujo que solo entra a medias. Todo respira verdad y suciedad, esa mezcla que convierte el dibujo en un vehículo más poderoso que cualquier diálogo. El color es otro personaje más. La obra entera está bañada en una oscuridad constante que nunca se siente artificial. Los turquesas fríos contrastan con los rojos hirvientes, y en medio aparecen ocres, verdes y marrones que aportan textura y humanidad. Es un cómic nocturno, donde la luz parece más una amenaza que un alivio. Bizzarri usa el color con criterio cinematográfico, evocando tanto el cine criminal italiano, como el espíritu de los tebeos underground de los 80.

La edición española de Tengu Ediciones está a la altura del material. Tapa dura, buen papel, excelente impresión y una traducción de Inés Sánchez Mesonero que sabe conservar los matices y el argot local sin forzar nada. Es una edición sobria, sin extras añadidos, pero honesta y sólida. Es un cómic de factura impecable que pide ser releído para captar todos los detalles, todos los silencios, todos los actos mínimos de violencia o ternura que Bizzarri disemina con una sensibilidad casi quirúrgica. «Los asediados» es una obra imprescindible para quien quiera entender el poder del cómic como herramienta social, como thriller humano, como retrato de un país que convive con sus fantasmas urbanos. Es una lectura que te deja sin aire, que oprime, que sacude, que duele. Un tebeo descomunal, afilado, con sangre, barro, arte y corazón. Y, sobre todo, una obra que demuestra que incluso en los rincones más olvidados pueden surgir historias potentes, necesarias y profundamente humanas.

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