Titanes 1: Incendiar el Olimpo

El primer volumen de «Titanes» es como asomarse al borde de un abismo que separa dos eras. La de los dioses olímpicos, brillantes y caprichosos como cuchillos recién afilados, y la de los titanes junto con los humanos. Ambas fuerzas primordiales que el tiempo y los mitos intentaron enterrar bajo capas de mármol, plegarias y mentiras. En estas páginas, esa guerra antigua vuelve a respirar. No con la solemnidad de una tragedia clásica, sino con el rugido crudo de algo que se creía muerto y solo estaba esperando que un mortal cometiera el error perfecto. Porque en este tomo la mitología no es una lección de academia. Es una herida abierta, un conflicto que vuelve a supurar en cuanto las espadas se cruzan y los secretos empiezan a caer. Y en mitad de ese terremoto, entre divinidades manipuladoras y titanes que se remueven en su prisión, surge la figura de Iris. Una espartana que está a punto de descubrir que la peor furia no es la de las criaturas inmortales sino la de una mujer a la que los dioses han subestimado.

La historia principal, el eje que convierte este tomo en un jabalí en estampida, es la de Iris, la guerrera invencible. La joya de Esparta. El terror de los soldados que la han visto combatir y la devoción de quienes imaginan su nombre como una plegaria en forma de espada. Iris no es solo buena. Es la encarnación física de “hazlo perfecto o muere”. Su identidad es una línea recta: disciplina, lucha y victoria. Es el tipo de personaje que parece inmune a la derrota porque su existencia misma gira alrededor de evitarla. Y ahí está la trampa: la caída de los perfectos siempre hace más ruido.

En unas Olimpiadas tensas, casi más una declaración de guerra que un espectáculo deportivo, Iris se enfrenta a un rival que no debería estar allí. Un hombre, si es que tal palabra le queda bien, con un poder que no pertenece al mundo de los mortales. Y ese duelista la vence. No la vence limpiamente ni con respeto: la rompe. La humilla. Le arrebata algo más profundo que la victoria. Y cuando un pueblo cuya identidad entera se basa en la fuerza ve caer a su mayor guerrera, todo cambia a peor. La vergüenza es un veneno. Un veneno que Esparta no perdona.

Iris es expulsada, condenada a vagar como una sombra alcoholizada de lo que fue. Oliver Peru escribe esta caída con un pulso contundente, sin melodrama barato, sin adornos innecesarios. Iris no se lamenta: se destruye a sí misma. Bebe, sangra, pelea en callejones como un animal acorralado. Asistimos un descenso con una mezcla incómoda de fascinación y tristeza. Es hermoso verla caer, porque ya estamos oliendo que cuando se levante el temblor será legendario. Es entonces cuando llega la revelación. Su derrota no fue casual. Los dioses manipularon el combate. La empujaron a aquel destino por puro entretenimiento divino, porque las criaturas inmortales son capaces de hacer eso y peores cosas sin pestañear. Para colmo, Iris lleva dentro de sí una marca, una conexión con un conflicto antiguo y brutal: la guerra olvidada entre dioses y titanes. Una guerra que los olímpicos pretenden mantener enterrada bajo siglos de silencio y que, muy a su pesar, empieza a despertar.

Aquí la historia pega un giro delicioso. Iris, que hasta este punto era “la heroína rota que intenta levantarse”, se convierte en un volcán consciente. Ya no busca redención ni honor ni gloria: busca venganza contra los dioses. Y eso es lo que hace que la historia vibre con una épica distinta, casi sacrílega. Porque ¿qué mayor acto heroico que declararles la guerra a seres inmortales, sabiendo que probablemente terminarás pulverizada? Iris no piensa en esas cosas. Iris no piensa en nada que no sea corresponder a la humillación con fuego.

El dibujo de Laci, junto con Arif Prianto en la primera historia, es perfecto para esta crudeza. Es salvaje, irregular, lleno de sombras que parecen mordiscos y de líneas que se retuercen como si también estuvieran intentando escapar del tormento emocional de los personajes. Laci convierte cada gesto, cada choque de armas, cada plano cerrado en un golpe seco al estómago. Esta parte tiene una energía sucia y poética, como un grabado antiguo que ha sobrevivido a cien incendios y sigue ardiendo por dentro. Esta primera historia se podría considerarla joya del tomo: es que te destroza y te pide las gracias.

La segunda historia cambia de manos: Gihef, Sébastien Grenier y Gianluca Gugliotta aportan tanto un guion diferente y un trazo más limpio, más claro, con una estética menos rugosa y más cercana a la épica clásica. Funciona mucho mejor de lo que uno espera. Aunque la crudeza baja un poco, la narración respira de forma diferente. Es más luminosa, más mitológica sin perder dureza. Es como si después del barro y la desesperación de Iris, el tomo levantara la cabeza para mirar a los cielos y recordarte que la historia es mucho más grande que cualquier humano, incluso que una espartana enfadada. Las dos historias comparten una idea fundamental: los dioses son malévolos, por no soltar un improperio. Son crueles, manipuladores, interesados y, sobre todo, profundamente indiferentes al sufrimiento humano. No son sabios ni justos: son poderosos. Ese poder es el que aplasta a los mortales en historias como esta. Por eso, cuando un personaje como Iris decide plantarles cara, la emoción sube como un grito de batalla. No es solo valentía: es rabia cósmica.

La edición de Yermo es, como de costumbre, un espectáculo físico. Traducido por Xénia Amorós Soldevila, el formato grande que lo contiene incluye los primeros dos tomos de la edición francesa, convirtiendo cada página en un mural. La tapa dura te recuerda que estás ante un tomo pensado para durar, para releerse, para ocupar un espacio visible y orgulloso en la estantería. Las 120 páginas ofrecen color, composición y un ritmo que nunca te suelta. Es ese tipo de álbum europeo que abre la puerta con violencia y te agarra hasta el final.

Una cosa curiosa de este primer volumen de «Titanes» es lo bien que mezcla lo histórico con lo mítico. No pretende ser un manual riguroso de Grecia o de Esparta; tampoco es fantasía total desconectada de la realidad. Se mueve en un filo muy interesante. Uno en el que la ambientación huele a bronce real, pero donde las sombras esconden criaturas gigantes, fuerzas primordiales y resentimientos divinos. Es una Grecia creíble porque es exagerada. Una Grecia donde la tragedia se cocina en casa, donde los dioses son actores reales y donde la sangre corre como si fuera parte del paisaje natural. El resultado final es una obra épica sin complejos, brutal sin arrepentimiento, bella sin disculpas, donde los autores se entregan con gusto a la mezcla de mitología, violencia y emociones desbordadas. Esta obra quiere golpear. Quiere que cierres el tomo y pienses: “Los dioses están jodidos si Iris sigue viva”. Y lo están.

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