
El primer volumen de «The Hunger and the Dusk» no empieza: te engulle. Es un cómic que respira polvo, ruina y furia antigua. Una fantasía que se arrastra entre las brasas de un mundo en extinción. G. Willow Wilson, con su maestría y su sensibilidad poética, firma una historia que ruge como una bestia herida. A su lado, Chris Wildgoose con MSassyk convierte cada página en un mural de guerra y deseo. En un ocaso donde orcos y humanos se enfrentan no solo a monstruos, sino a sus propios reflejos.
El mundo en este tebeo es un cadáver hermoso. Los elfos y enanos ya son polvo, las montañas se desmoronan, y solo quedan dos razas: humanos y orcos. Dos pueblos que se han odiado tanto que ya no saben vivir sin ese odio. Pero cuando del otro lado del océano surgen los Vangol. Unas criaturas pálidas, deformes, lo que llamaríamos unos depredadores del crepúsculo. No hay tiempo para leyendas ni profecías. La alianza es la única opción. Y en el corazón de esa tregua imposible se encuentran dos figuras destinadas a chocar: Tara Icemane, sanadora orca de manos milagrosas, y Callum Battlechild, comandante humano que lleva la guerra tatuada en el alma.

Wilson toma lo que podría haber sido un relato clásico de “enemigos obligados a cooperar” y lo transforma en algo brutalmente humano. Tara no es una heroína convencional; su poder es sanar, pero cada curación le arranca un pedazo del espíritu. Es una figura de compasión feroz, capaz de mirar al enemigo a los ojos y decirle: “Te salvo porque si no, todos morimos”. Callum, en cambio, es un soldado que ha olvidado por qué lucha. Juntos, se convierten en el centro de una historia que no habla de la victoria, sino de la supervivencia. Su relación crece entre la desconfianza y la necesidad, en un equilibrio delicado que Wilson maneja con la precisión de un bisturí y la emoción de una tragedia griega. La prosa de Wilson tiene ese ritmo de tambor lejano, de preludio de tormenta. Los diálogos están cargados de simbolismo, de rencor y ternura mezclados. Hay frases que se clavan como espadas, silencios que dicen más que los discursos. La autora no se limita a escribir fantasía: la deconstruye. Los orcos aquí no son bestias ni metáforas raciales simplonas. Son un pueblo con historia, con orgullo y con miedo. Los humanos, por su parte, son un eco decadente de su propio pasado glorioso. Ambos son el reflejo de una civilización que se muere sin saber si merece ser salvada.
Entonces llegan los Vangol. Dioses olvidados, espectros hambrientos, sombras con forma de cadáver. Son la encarnación del miedo ancestral, el enemigo que no se puede negociar ni comprender. Con sus cuerpos alargados parecen deformaciones del hambre misma, figuras que se retuercen entre la niebla. Su llegada marca el tono de un terror que no proviene del susto, sino del agotamiento. No son solo invasores. Son el recordatorio de que todo lo que vive tiene fecha de caducidad. Y cuando atacan al caer la tarde, la sangre se mezcla con el polvo del ocaso. Es puro cómic fantástico, como si Tolkien hubiera quería recrear un pasaje del Señor de los Anillos.

En el aspecto gráfico, el dibujo de Chris Wildgoose merece un altar. Su trazo es dinámico, potente, lleno de energía contenida. Cada rostro cuenta una historia; cada gesto, una decisión moral. La expresividad de los personajes convierte las escenas íntimas en duelos silenciosos. Cuando llega la acción, el tebeo se desborda: espadas que cortan el aire, criaturas que emergen del crepúsculo, una violencia que no celebra el combate, sino que lo padece. El color por su parte transmite la sensación de un mundo que se apaga lentamente. Como una vela al final de la noche. Es belleza decadente, una estética del fin del mundo que enamora y duele. Pero lo que hace verdaderamente especial no es su estética, sino su alma. En medio del caos, hay amor. No el amor romántico fácil, sino algo más profundo. El deseo de entender al otro antes de que todo acabe. Tara y Callum no son un cliché interracial de fantasía; son dos personas rotas que se aferran a la empatía como única forma de resistencia. Alrededor de ellos, personajes secundarios llenos de matices: Troth Icemane, el señor orco que sacrifica su libertad por su pueblo; Faran, su esposa, que encarna la inteligencia política y la sensualidad contenida; o los guerreros humanos, cansados de ser piezas de un tablero que ya nadie entiende.
La sensación al cerrar este primer volumen, editado en España por Yermo Ediciones, es la de haber sobrevivido a algo hermoso. Sus 168 páginas con traducción de Mónica Rodríguez incluyen además las portadas realizadas por Cliff Chiang e ilustraciones por Inhyuk Lee, Nick Robles o Jessica Fong entre otros. Así como los diseños de personajes dibujados por Chris Wildgoose. Por todo esto, «The Hunger and the Dusk» no busca que creas en la fantasía, sino que recuerdes por qué alguna vez lo hiciste. Es una historia que combina el peso de la tragedia con el impulso del mito. Un relato que podría narrarse junto a una hoguera mientras las estrellas se apagan una a una. Hay acción, sí, pero lo que queda es el eco del sentimiento. La convicción de que incluso en el ocaso más oscuro, alguien seguirá intentando curar las heridas del mundo. En tiempos en los que muchas sagas fantásticas se limitan a repetir fórmulas, este cómic llega como una llamarada en mitad del polvo. Es épico, pero íntimo; brutal, pero compasivo. Wilson y Wildgoose no reinventan la fantasía. La hacen sangrar, la humanizan, la devuelven a su esencia. No hay buenos ni malos, solo seres agotados intentando no desaparecer. En ese filo entre el hambre y el crepúsculo, nace la belleza más feroz. Es un rugido contenido, un poema de guerra y ternura, un recordatorio de que los mejores mundos imaginarios son los que hablan de nuestro propio final. Si Tolkien soñó con la aurora, Wilson ha escrito el crepúsculo. Por eso no queda más que esperar al segundo tomo para ver como finaliza esta gran historia, y mientras tanto volver a sumergirnos en estas paginas tan fantásticas.
