
Hay cómics que se leen con los ojos y otros que se sienten con la piel. «Margot», de Xabier Etxeberria y Martín Etxeberria junto a la ilustradora italiana Arianna Pisani, pertenece a esta segunda especie. La de las obras que no solo cuentan una historia, sino que la dejan flotando en el aire, como una melodía que se resiste a apagarse. Publicada por Liana Editorial con su habitual mimo, este tebeo es una fábula íntima, melancólica y profundamente humana ambientada en un rincón casi olvidado del mapa. Un bosque nacido del ingenio del hombre, pero habitado por los ecos de un pasado mágico que se niega a desaparecer.
Los Etxeberria, que ya habían demostrado su habilidad para mezclar realidad, mito y emoción vuelven aquí a mostrar su sensibilidad. Pero estas páginas no tienen nada de grandilocuente ni de oscuro. Es una historia pequeña, contada desde abajo, desde el barro, desde la mirada de una niña que intenta entender el mundo cuando la infancia se le escapa entre los dedos. Margot acaba de perder a su madre, y en ese vacío empieza a descubrir que hay algo más allá de la realidad visible. Un rumor antiguo que habla de criaturas, de bosques que respiran, de fuerzas que duermen bajo la tierra. A su alrededor, el mundo también cambia. Las Landas, una región entre Francia y el País Vasco, dejan de ser pantanos para transformarse en un bosque “moderno”. Cuando se intenta modernizar el campo a base de zapatazos siempre comienzan los problemas. Lo que antes era tradición, lengua, superstición o costumbre empieza a ser desplazado por el progreso, y ese choque entre lo nuevo y lo viejo marca el corazón del cómic.

Este comic es, en el fondo, un relato sobre los lugares donde la realidad se rompe un poco para dejar pasar la fantasía. Un cuento sobre la pérdida, el miedo y la transformación. Pero también es una carta de amor al folclore y a las historias que se contaban junto al fuego. Los Etxeberria escriben con delicadeza, sin subrayar ni dramatizar en exceso. Su guion tiene el pulso del relato oral. Pausado, lleno de silencios, con una musicalidad que recuerda a los cuentos populares de cualquier pueblo.
Arianna Pisani, por su parte, da vida a ese universo con un talento impresionante. Su dibujo parece moverse, como si cada viñeta respirara. Hay una textura táctil en sus páginas, un trazo que combina lo artesanal con lo cinematográfico. Las luces y sombras de los pinares, la humedad del bosque oscuro, la vibración del fuego en la noche o ese gato que podría llevarnos hasta el fin del mundo. Todo está ahí, con una belleza que no busca deslumbrar, sino emocionar. Pisani domina el color como quien toca un instrumento de cuerda. Cada tono tiene un peso diferente. Los verdes musgosos, los marrones cálidos y los amarillos apagados dan forma a un paisaje que, más que un escenario, es un personaje. Que nos recuerdan en que época nos encontramos donde los colores chillones no existen.

No es una obra que busque sorprender ni reinventar prácticamente nada. Pero sí una que aspira a tocar algo más profundo. Se lee con calma, como se pasea por un sendero lleno de hojas caídas, y lo que importa no es tanto llegar al final como lo que se siente por el camino. Cada página está cargada de detalles que se disfrutan al detenerse: una mirada, una nube que pasa, un silencio entre dos frases. Hay algo casi terapéutico en su lectura. En un tiempo donde la inmediatez manda y todo parece gritar por atención, nuestro pequeño tebeo baja el volumen. Te pide respirar. Te invita a mirar el bosque desde dentro. Al hacerlo, uno se descubre pensando en sus propias pérdidas, en los mundos que ya no existen, en las palabras que se apagaron con nuestros mayores.
Si hay algo que se le puede reprochar es, quizá, su excesiva contención. El duelo final, aunque poderoso, no alcanza la intensidad que podría haber tenido. Pero incluso ahí, en esa suavidad, hay coherencia. No es un relato épico ni un cuento de terror. Es una historia sobre la reconciliación, sobre cómo aprender a convivir con los fantasmas sin expulsarlos. Cuando uno cierra el tebeo, queda una sensación extraña. La de haber estado en un lugar que no sabías que existía, pero que de algún modo reconoces. Quizá porque todos tenemos un bosque interior lleno de memorias, o porque todos alguna vez fuimos esa niña que mira al cielo buscando respuestas.

«Margot» no es solo un cómic. Es una experiencia sensorial, un susurro entre las ramas. Es la confirmación de que la fantasía no siempre está entre dragones y mazmorras, sino en la mirada tierna con la que se observa el mundo que se desvanece. Es, también, una celebración de la ternura como resistencia: ante el dolor, ante el cambio, ante la pérdida. Los Etxeberria y Pisani han creado algo raro y valiente. Una historia que no grita, pero se queda dentro. Un cuento que huele a bosque, suena a canción antigua y sabe a recuerdo. Una lectura que, sin prometer nada espectacular, termina dejando algo en el alma. Porque estas 128 páginas no hablan solo de una niña ni de una tierra. Habla de nosotros. De lo que dejamos atrás y de cómo aprendemos, poco a poco, a seguir caminando. Incluso hasta llegar a cruzar el charco y descubrir una nueva vida en otro continente.
