«Aquí donde estoy», publicado por Astiberri, es uno de esos tebeos que no se leen. Se escuchan, se sienten y de los que se podrían escribir miles de reseñas. Su tono es cálido, íntimo, con ese equilibrio perfecto entre el dolor y la ternura que solo se alcanza cuando alguien decide recordar sin rencor. Mientras avanzaba por sus páginas, entre pequeños guiños llenos de humor, pinceladas que parecen flotar en el aire y silencios que pesan más que las palabras, no pude evitar pensar en mi abuelo. Él también fue mandado al frente en la batalla del Ebro. Tenía casi la misma edad que Gabriel León Honrubia, el protagonista de este cómic, otro muchacho de apenas dieciocho años, arrancado de su casa, armado con poco más que unas alpargatas, un casco y una sonrisa que no se rendía.

La guionista María Castro Hernández construye el tebeo a partir de las 54 cartas que Gabriel escribió a su familia durante los 115 días que duró aquella batalla. La más sangrienta de la Guerra Civil. Son cartas dirigidas a su madre y a sus hermanas. Escritas con cariño, con humor y con una lucidez asombrosa para un chico que vive entre bombardeos, disparos y sobre todo muertes. En ellas casi no habla de la masacre ni del miedo; prefiere bromear, hablar de los piojos, de la lluvia, de la comida, de la vida que se empeña en seguir. Como tantos jóvenes de la “quinta del biberón” que fueron llamados a filas con una edad de diecisiete años por parte del ejercito republicano, para paliar la falta de soldados adultos. Este niño intenta mantener la dignidad, la esperanza y el tono alegre de quien no quiere preocupar a los suyos. Esa actitud de supervivencia, ese humor como escudo a algunos les puede resultar profundamente familiar.
María Castro conoció a Gabriel en 2019, cuando él ya tenía casi 100 años. Lo entrevistó, lo escuchó durante horas, grabó sus recuerdos y, sobre todo, supo leer entre líneas. De aquel encuentro nació no solo este cómic, sino también un documental que se estrenará a finales de año. Pero el tebeo tiene algo que lo hace único. Convierte el testimonio individual en una experiencia sensorial y humana. En una conversación íntima entre el pasado y el presente. Castro encontró en el lenguaje del noveno arte, una forma de acercar esta historia a los jóvenes de hoy. Por eso, este comic se puede leer como un puente entre generaciones.

El título del cómic proviene de una fórmula usada por los soldados para ocultar su ubicación: “Aquí donde estoy”. Pero al leerlo, esas tres palabras cobran otro sentido. No suenan a censura, sino a afirmación. Es la voz de alguien que, en mitad del caos, se aferra a su existencia. “Estoy aquí. Sigo aquí.” Es casi una plegaria. De algún modo, también lo fue para mí al leerlo. Porque a través de Gabriel volví a escuchar el eco de mi abuelo, el rumor de sus silencios, esas historias que contaba a medias y que ahora cobran forma de viñetas de tinta sobre papel.
Por otro lado, el trabajo gráfico de Tyto Alba es sencillamente mágico. Utiliza la aguada, una técnica que convierte cada página en un velo de luz y bruma. Sus acuarelas no pintan la guerra como un espectáculo, sino como un recuerdo que se desvanece. Los colores se funden como si fueran memoria líquida. Todo parece flotar, como si la historia estuviera siendo contada desde un sueño, o desde una tarde nublada de otoño. Alba no dibuja el horror de la guerra con crudeza, sino su huella. Los silencios, las ausencias o los pensamientos que sobrevuelan el frente. De igual manera, en medio de ese tono poético, aparecen destellos de humor, imágenes que descolocan y enternecen. Cuando Gabriel escribe que “caen melones del cielo”, Alba se toma la frase al pie de la letra y los dibuja cayendo entre las explosiones. Es un detalle brillante, un momento de juego que traduce el espíritu del propio protagonista. O ese momento de desenterrar con vida al llamado teniente Fantasma, después de un gran bombardeo que lo dejó cubierto de polvo hasta la cabeza. Porque, en esencia, un cómic como este, habla sobre la capacidad de imaginar para sobrevivir. Sobre el poder de la ironía frente al absurdo. Es un libro que no se regodea en la tragedia, sino que la ilumina desde el amor y la compasión.

Lo que más emociona es que todo está contado con un cariño inmenso. No hay distancia académica, ni discurso político, ni victimismo. Hay humanidad. Gabriel no es un héroe, ni un mártir, ni un símbolo: es un chico. Un chaval que escribe cada dos días para que su madre sepa que sigue vivo. Sus cartas son su manera de existir. En eso, Castro y Alba lo respetan con una delicadeza admirable. Cada página tiene el pulso sereno de quien mira el pasado con respeto, pero también con la curiosidad del presente. Lo que hace tan especial este cómic es que no se queda en el lamento. Es memoria histórica, sí, pero contada desde la ternura, desde la mirada de quien entiende que recordar no tiene por qué doler siempre. Donde deja claro que las guerras nunca traen nada bueno y que si no hubiera sido por la ayuda de Hitler y Mussolini nadie sabe cómo habría acabado la batalla del Ebro (bueno y en general la guerra civil española).
Porque este tebeo no es solo la historia de Gabriel. Es la historia de todos los jóvenes que fueron al frente la mayoría de ellos obligados, tanto de un bando como de otro. Es la historia de los que regresaron y callaron. Es la historia de una generación entera que aprendió a sobrevivir con humor y a recordar lo que sucede en un conflicto armado. Eso es lo que más me conmueve. Este cómic, tan hermoso y tan sencillo, consigue que la memoria vuelva a ser cercana, cálida y casi familiar. No como una lección, sino como un abrazo. María Castro y Tyto Alba no nos dicen qué pensar; nos invitan a escuchar. Nos muestran que recordar no es mirar atrás con dolor, sino tender la mano al pasado para que siga vivo en nosotros.

Estás 120 páginas conforman una carta que llega ochenta años tarde, pero justo a tiempo. Una carta escrita desde el frente del Ebro, que atraviesa generaciones para recordarnos quiénes fuimos y por qué seguimos aquí. Es una lectura que se siente como encender una lámpara en medio de la bruma, como abrir una caja de recuerdos y descubrir que dentro no hay tristeza, sino vida. Cuando cierro la última página, miro el título otra vez y sonrío: «Aquí donde estoy» Sí. Aquí estamos. Leyendo, recordando y agradeciendo. Porque este cómic, más que una historia, es un puente hecho de tinta, de amor y de memoria. Un pequeño milagro dibujado con la misma ternura con la que Gabriel escribió sus cartas. Con la misma luz con la que muchos que sufrieron el horror de la guerra nos enseñaron que incluso en los días más oscuros, la risa también puede ser una forma de valentía.
