Hägar El Horrible 1976-1977. Entre rutinas y guerras

“ ¡¡Soy Hägar El Horrible, terror del norte y azote de Europa!!Rendios! ¿Qué decís?.”

Hay guerreros que nacen para escribir la historia con sangre y acero. Luego está «Hägar el Horrible», que la escribió con grasa de cerdo y cerveza tibia. Por eso este cuarto tomo publicado por Dolmen Editorial, que recopila las tiras de 1976 y 1977, es una de esas joyas que uno abre con una sonrisa ya puesta. Sabiendo que lo que viene no es solo humor, sino un montón de escenas cotidianas que se mezclan con sangre vikinga. Donde volvemos a los días en que el periódico traía risas en blanco y negro y los guerreros aún eran héroes de cocina. Porque Hägar no conquista reinos, conquista el sofá. No saquea aldeas, saquea la despensa. Y en vez de blandir una espada, blande el cucharón. Hägar el Horrible es una epopeya de la vida diaria, disfrazada de saga nórdica. Un manual de supervivencia matrimonial en formato tira cómica. Sobre todo, una demostración de que Dik Browne fue un maestro absoluto de la concisión, un humorista de bisturí que sabía diseccionar el alma humana con tres líneas de tinta.

Olaf el vikingo, incluso Olafo el Terrible (como se le conocía antes) es un héroe peculiar. Es gordo, barbudo, gruñón, perezoso, y tiene una esposa que le inspira más miedo que cien sajones armados. Helga, su temible mitad, es la columna vertebral de la serie. La voz de la razón (y del reproche) que recuerda a Hägar que los cascos de cuernos no se lavan solos y que los niños también necesitan atención entre saqueo y saqueo. Porque la familia del vikingo es otro campo de batalla. Su hijo Hamlet, un pequeño filósofo con alma de existencialista, y su hija Ingrid, adolescente soñadora que todavía cree en el amor. A ellos se suma Fortunato, el amigo fiel, vago y beodo, con quien Hägar comparte sus momentos de reflexión, resaca y huida matrimonial. Este es el gran secreto del cómic. Los vikingos de Browne no son personajes de fantasía, sino reflejos distorsionados de nosotros mismos. Cada chiste sobre el miedo a la dieta, la pereza ante el trabajo o las discusiones domésticas es una pequeña tragedia contemporánea contada desde la Edad Media. Browne lo sabía: los bárbaros no desaparecieron, solo se afeitaron y aprendieron a pagar impuestos.

El humor en estas páginas no grita, no golpea, no se repite. Es inteligente y preciso. Un humor que parece inocente hasta que lo relees y te das cuenta de lo bien apuntado que está el dardo. En tres viñetas, Browne era capaz de resumir la esencia de una pareja, de una crisis, de un pensamiento universal. Mientras otros hacían sátira a martillazos, él usaba el escalpelo de la observación. Donde otros dibujaban barbarie, él encontraba ternura. Donde otros escribían chistes, él hacía retratos. Y qué dibujo. Qué maravilla de línea. Browne no necesitaba más que unos trazos para crear mundos. Un trazo redondo, caricaturesco, amable. Sus personajes tienen peso, movimiento, carisma. Sin color, sin fondos elaborados, sin florituras. Todo funciona. En una época donde el exceso es la norma, su simplicidad es revolucionaria. Cada gesto, cada ceja levantada, cada sonrisa torcida, está perfectamente colocada para arrancarte una risa que no caduca. Además, Browne sabía algo que muchos humoristas olvidan. El verdadero humor nace del cariño. Nunca se ríe de sus personajes, sino con ellos. Incluso cuando Hägar mete la pata (que es casi siempre), lo hace con una humanidad tan genuina que te resulta imposible no quererlo. Es un desastre, sí, pero es nuestro desastre. Eso lo hace eterno.

El tomo 1976–1977 es especialmente sabroso porque muestra al autor en plena madurez. Sus chistes fluyen con ritmo musical. Las tiras giran alrededor de temas universales: el matrimonio, la pereza, el trabajo, la comida, los hijos, los amigos y esa gran tragedia moderna que es intentar descansar sin que alguien te interrumpa. Hägar no se enfrenta a dragones, sino al tedio. Y en su lucha absurda contra lo cotidiano, triunfa. Porque nos recuerda que sobrevivir a la rutina también es heroico. Si algo logra este cómic es hacernos reír de nosotros mismos. La ironía en estas 192 paginas funciona hoy mejor que nunca. En tiempos de estrés laboral, crisis existenciales y dietas sin gluten, ver a un vikingo que lo resuelve todo con un eructo y una siesta tiene algo de redentor. Browne no propone soluciones: propone reírse. Eso, en sí mismo, ya es una forma de resistencia. Por eso, detrás de los cuernos y las espadas, hay críticas suaves al consumismo, al machismo, a la burocracia, al trabajo esclavizante y a la incomunicación familiar. Pero todo con la sonrisa puesta. Porque Hägar no te adoctrina: te hace reír, y cuando terminas de reírte, te das cuenta de que te ha dicho una verdad. Eso, en humor gráfico, es alquimia.

Leer este tomo es también un acto nostálgico. Muchos conocimos a Hägar sin saber muy bien quien era y quien era su creador. Nos entretenía, pero no veíamos en ese momento los dobles sentidos que se aplicaban en la viñeta. Lo veíamos de reojo, sin imaginar que ese barbudo de casco ridículo guardaba tanta sabiduría. Reencontrarlo hoy, con la edición cuidada de Dolmen, con traducción de Rafael Marín, es como recuperar una vieja amistad que te sigue haciendo reír con las mismas bromas de siempre. Y qué gusto da comprobar que aún funcionan.

«Hägar el Horrible» es, en el fondo, una celebración de la imperfección humana. Nadie aquí es realmente horrible o terrible. Todos son profundamente humanos. Browne nos regala un mundo donde el humor es un escudo, la ternura una espada y la risa una forma de resistencia. Así que, si llevas un mal día, si te sientes como un vikingo desarmado en la oficina, abre este tomo. Déjate arrastrar por sus chistes suaves, sus trazos redondos, su sabiduría doméstica. Reirás. Y cuando cierres el libro, te sorprenderás pensando que, tal vez, la felicidad esté más cerca de lo que creías. En un buen banquete, una buena siesta y alguien que te grite desde la cocina. Porque si algo nos enseña Hägar, es que la vida es horrible, sí, pero también terriblemente divertida.

El mundo cambia tan rápido que no puedo seguir el ritmo

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