“A mí, mi Patrulla X”
Hay finales que suenan a explosión, y luego está «Inferno», que suena como una carcajada de Mística mientras el sueño utópico de Krakoa se carboniza con elegancia. Jonathan Hickman, el hombre que reinventó la biología mutante y convirtió la Patrulla-X en un experimento de ingeniería genética con alma, se despide del paraíso que él mismo construyó. Lo hace del único modo posible. Prendiendo fuego a su creación. Y no con gasolina barata, sino con un cóctel de intrigas, traiciones, secretos imposibles y un nivel de tensión que podría derretir un Centinela.

Panini Cómics publica este cierre en formato Marvel Premiere. con traducción de Uriel López, rústica, 224 páginas, bajo el título «Inferno». Además de incluir las portadas alternativas realizadas por Mark Brooks, Carmen Carnero, Peach Momoko o Greg Capullo entre otros. El tomo recopila los números #1 al #4 de la miniserie original con el mismo nombre, y sirve como el último baile de Hickman en el tablero mutante (por ahora). Una ópera política donde el fuego no es solo metáfora, sino justicia poética. Porque si en «Dinastía de X / Potencias de X» veíamos nacer una utopía, aquí asistimos a su juicio final. La promesa de Xavier y Magneto se enfrenta a su contradicción más profunda: ¿qué pasa cuando construyes un Edén, pero decides quién puede entrar en él?
Mística lo sabe, y su rabia es el combustible de alto octanaje. La furia de Raven Darkhölme es el fuego de este cómic: una llama fría, calculada, que lleva ardiendo desde que Hickman le negó la resurrección a su amada Destino. Si algo tiene claro Mística, es que nadie le dice que no dos veces a la misma mujer sin pagar las consecuencias. Aquí, la venganza no es grito, sino estrategia. Hickman convierte su cólera en un tablero de ajedrez donde cada pieza que mueve resuena como un trueno en la calma tensa de Krakoa. La historia se abre con el Consejo Silencioso, ese club de doce mutantes que parecen una reunión de vecinos mal avenidos. Todos sonríen, pero cada uno guarda un puñal detrás de la espalda. Hickman se mueve entre ellos con la precisión de un cirujano obsesionado con la geometría. Emma Frost manipula con elegancia de serpiente. Mister Siniestro juega a ser el bufón que sabe demasiado. Kurt es un mero espectador o Coloso en que siempre se puede confiar. Cada diálogo es una trampa, cada gesto es una amenaza velada. Krakoa, el supuesto paraíso mutante, se convierte en un hervidero de desconfianza, un juego de máscaras donde nadie es quien parece ser, y todos están dispuestos a vender su alma (o su clon) por sobrevivir un día más.

En paralelo, Hickman no se olvida de los enemigos externos. Inferno recupera a Orchis, Nimrod y los Centinelas Omega, la eterna sombra de la humanidad intentando extinguir el gen mutante. Pero el verdadero apocalipsis es interno. El infierno no está en la Tierra, sino en el corazón de Krakoa, donde las mentiras se han amontonado tanto que ya nadie distingue el sueño del delirio. El guionista no escribe batallas, sino conspiraciones; no dibuja héroes, sino peones que creen ser reyes. Y entonces aparece Moira MacTaggert, esa pieza maestra de Hickman que redefinió la historia mutante. Aquí, Moira muestra su rostro más humano y más monstruoso al mismo tiempo. Ya no es la científica trágica que renacía para corregir los errores del pasado. Ahora es el secreto más oscuro de Krakoa, el corazón que late con miedo bajo una piel de esperanza. Su historia reconfigura la mitología mutante entera y lanza una pregunta inquietante: ¿qué pasa cuando el futuro de tu especie depende de una mujer que ha dejado de creer en ella?. Ahí es donde Inferno alcanza su máxima temperatura. Porque Hickman, fiel a su estilo, no busca grandes explosiones ni muertes impactantes (aunque las hay, y de las buenas), sino esa sensación de vértigo intelectual, de estar ante algo que se derrumba con elegancia matemática. Cada número de la miniserie parece más un ritual que un capítulo. Se nota que el autor está cerrando sus hilos con la misma precisión con la que los tejió, dejando al lector con la sensación de estar leyendo el epílogo de una era o el prólogo de un cataclismo.
En cuanto al aspecto gráfico, el trío artístico formado por Valerio Schiti, Stefano Caselli y R.B. Silva mantiene una sorprendente coherencia visual pese al cambio de manos. Schiti brilla en las escenas solemnes, esas en las que los personajes parecen dioses antiguos discutiendo sobre el destino de los mortales. Caselli destaca por su dominio de la expresión facial: sus personajes respiran duda, sospecha o malicia con solo una ceja arqueada. Y Silva, maestro del futurismo biotecnológico, convierte las instalaciones de Orchis y las estructuras vivientes de Krakoa en escenarios que parecen extraídos de una pesadilla digital. El color de David Curiel es el pegamento del tomo. Sus tonos vibrantes, entre verdes imposibles y rojos infernales, convierten la lectura en una experiencia casi sensorial. Krakoa nunca había parecido tan viva ni tan a punto de pudrirse. Cada página parece irradiar calor, como si el propio tebeo estuviera a punto de arder en las manos del lector. Pero Inferno no es solo una historia. Es una despedida, y eso se siente en cada viñeta.

Hickman se marcha con el mismo gesto de Moira. Sabiendo más de lo que dice, dejando piezas colocadas que otros continuarán moviendo. Su marcha deja una mezcla de admiración y vacío. Sabemos que otros guionistas seguirán la senda de Krakoa, pero ya sin el arquitecto original, sin la mente que lo concibió todo como un gran ecosistema. Inferno es su carta de despedida, su último experimento genético convertido en arte secuencial. Y, sin embargo, lo que más fascina de esta miniserie no es su cierre argumental, sino su tono. Hickman escribe con la calma del que observa su mundo arder desde una torre de marfil. No hay histeria, no hay drama excesivo: hay control. Un control casi clínico, que convierte a Inferno en una tragedia fría, hermosa y perturbadora. No hay buenos ni malos. Solo supervivientes en un tablero que se derrumba.
El cómic puede resultar denso. Hay muchos datos, muchas conversaciones en susurros que esconden bombas conceptuales. Pero es justamente ahí donde reside su fuerza. Hickman no escribe para ser amable, escribe para desafiarte. Y este comic es su examen final. Un lector que llegue aquí sin haber pasado por Dinastía y Potencias de X puede sentirse perdido, pero quien haya seguido todo el recorrido entenderá que este fuego final era inevitable. Que el sueño mutante no podía terminar con un aplauso, sino con cenizas. Pero unas cenizas muy bellas. Porque si algo define este cómic es su belleza trágica. Ver a Mística, a Emma Frost y a Destino moviéndose entre las ruinas de las promesas rotas, ver a Xavier y Magneto descubrir que incluso sus ideales pueden volverse contra ellos, es un placer cruel. Hickman, con su acostumbrada frialdad de laboratorio, disecciona el alma de sus personajes con bisturí. No hay redención, pero hay lucidez. Y esa lucidez duele, como todo lo que vale la pena. Puede que algunos lectores sientan que el autor se guarda demasiado, que deja más preguntas que respuestas. Pero quizás ese sea el punto: el fuego no da certezas, solo ilumina lo suficiente para ver lo que queda atrás. Lo demás es humo.

Al final, este tebeo no busca contentar, busca consumir. Es la última mirada del arquitecto que, sabiendo que su obra ya no le pertenece, la quema para evitar que otros la corrompan. Es el “adiós” más elegante que un guionista podía ofrecer. Uno lleno de inteligencia, de ambigüedad y de esa tensión hipnótica que te hace pasar página con los dedos ardiendo. Cuando terminas de leer, sientes que algo se apaga. Pero también que algo nuevo empieza a respirar entre las brasas. Porque así funcionan los mutantes, y así funciona Hickman: destruye para que la evolución continúe.
Así que sí, Inferno es un final.
Pero también es el principio de otra mutación.
Y como toda buena mutación…
duele, pero promete futuro.
