
“Durmamos todos, vivos y muertos… que mañana se acaban los sueños…”
En algún rincón olvidado de la memoria colectiva, en esos pliegues donde la historia no se escribe con tinta sino con lágrimas, late la emoción contenida de un país que soñó con ser más justo, más libre y más sabio. Abrir «El otro mundo«, el tebeo de Enrique Bonet y Joaquín López Cruces es como abrir una caja de recuerdos que no son nuestros pero que, sin embargo, nos atraviesan como si nos pertenecieran. Porque lo que cuentan estas páginas no es solo el viaje de unos estudiantes y maestros a una aldea perdida de la España profunda en el verano de 1933, sino la visión de un país que se debatía entre la esperanza y el miedo, entre la cultura como faro y la barbarie como sombra que avanzaba sin piedad.
El cómic sitúa su relato en Neveros, un pueblo inventado pero reconocible en cada piedra, en cada balcón encalado y en cada mirada desconfiada de sus habitantes. Allí llegan los jóvenes enviados por la Segunda República Española cargados de libros, proyectores y un arsenal invisible pero poderoso. Además de la fe en que el conocimiento podía abrir puertas que la miseria había cerrado durante siglos. No traían armas ni riquezas, sino algo más valioso: la promesa de que nadie está condenado a la ignorancia por el lugar en el que ha nacido.

Inevitablemente se tiene que hablar de las Misiones Pedagógicas de la Segunda República. Uno de los proyectos culturales más hermosos y generosos de la historia de España. Entre 1931 y 1936, bajo el impulso de Manuel Bartolomé Cossío y con el apoyo del propio gobierno republicano se consiguió llevar cierta cultura a lugares con un índice de analfabetismo enorme. Esos grupos de maestros, estudiantes, artistas e intelectuales que se nombran en estas páginas recorrieron miles de aldeas remotas llevando consigo algo que parecía tan sencillo y a la vez tan revolucionario: libros, discos, teatro, poesía, pintura o cine. A pueblos donde jamás había llegado la luz eléctrica, de pronto llegaba un panorama cultural nunca antes visto. A niños que apenas sabían escribir les aparecía ante los ojos, proyectada en la pared blanca de una iglesia, la magia del cine con Charles Chaplin.
El objetivo era tan claro como conmovedor. Acercar la cultura a quienes nunca habían tenido acceso a ella. Lo que se pretendía es que la cultura consiguiera la verdadera libertad y que nadie engañara al que no tenía conocimientos. Aquellos misioneros laicos sembraban conciencia, enseñaban a los campesinos que eran ciudadanos con derechos y abrían ventanas a un mundo más amplio. Pero aquel gesto de esperanza también despertó recelos. Los caciques locales, los curas, los guardianes del orden temieron perder su influencia en comunidades acostumbradas a la obediencia ciega. La llegada de la otra enseñanza era percibida como una amenaza. Porque el conocimiento emancipa, y nada hay más peligroso para quienes viven del sometimiento del pueblo que éste empiece a tomar conciencia. Por eso, en este comic, Bonet y López Cruces recuperan esa memoria luminosa. Y lo hacen recordándonos que las Misiones Pedagógicas no fueron una utopía lejana, sino un hecho real que transformó la vida de miles de personas. Un proyecto breve, interrumpido por la Guerra Civil y aplastado por la dictadura franquista.

Bonet y López Cruces construyen un relato con una delicadeza que hiere. No hay grandilocuencia, ni discursos solemnes, ni héroes que se eleven sobre la multitud. Lo que encontramos es el roce de lo humano. La sonrisa incrédula de una niña al ver moverse por primera vez a Charlot en una pantalla. Las manos de una campesina que acarician con devoción un libro como si fuera un objeto sagrado. El silencio temeroso de quienes sospechan que tanta luz pueda traer consigo un precio demasiado alto. Es en esos detalles donde se desata la emoción, porque lo que se nos muestra no es solo un episodio histórico, sino la íntima batalla entre el deseo de abrirse al mundo y el miedo a perder las certezas de siempre.
La obra se sostiene en tres figuras femeninas que actúan como espejos y símbolos. María, la cantante de cabello rojo, encarna la fe en la educación como semilla de libertad. Tizná, la niña marcada por la pobreza y la violencia, refleja el futuro posible, frágil y herido, que depende de que alguien lo cuide. Por último, la anciana muerta, convertida en espectro errante. Recuerda la pesada carga de un pasado que se resiste a desaparecer y vislumbra un futuro que no traerá nada bueno. Las tres son hilos rojos que se cruzan en un tapiz de tonos sepia, como heridas que nunca terminan de cerrarse.

En el aspecto gráfico, el trazo de López Cruces aporta un lirismo contenido que emociona aún más por su aparente sobriedad. La línea clara se vuelve aquí vehículo de ternura y de dolor. Un lenguaje que no necesita aspavientos para conmover. Los paisajes, las calles estrechas del pueblo, los interiores humildes y oscuros se transforman en escenarios donde la cultura irrumpe como un relámpago. Sin realizar escenas espectaculares en el dibujo se nos recuerda que no todos recibieron la llegada de estos nuevos forasteros con entusiasmo. Estaban los caciques, los curas, o los matones de turno, que veían en esos jóvenes un peligro para su poder basado en la ignorancia y el miedo. En cada gesto hostil, en cada mirada de recelo, se adivina la tormenta que pocos años después arrasaría España. Esa tensión se palpa en las páginas. El choque entre el anhelo de transformación y la férrea resistencia a cualquier cambio se vislumbra en todos los rostros que dibuja López Cruces.
Editado por Astiberri, este tebeo no se limita a contar una anécdota del pasado. Es, en realidad, una elegía por lo que pudo haber sido y no fue. Porque sabemos que aquella semilla de luz quedó truncada y relegada al olvido. El cómic duele porque nos habla desde la nostalgia de un futuro perdido. De un país que pudo caminar hacia la modernidad pero que fue arrastrado hacia atrás por la violencia. El apéndice final, con textos de Bonet y materiales gráficos de época, intensifica esa emoción. Allí, las fotos y los documentos nos dicen que lo que hemos leído no es un sueño ni una fábula, sino la huella real de un intento heroico por democratizar la cultura. Un intento breve, fugaz, como el destello de una estrella que se apaga demasiado pronto.

Al cerrar el volumen, lo que queda no es solo la belleza de la narración o la calidad del dibujo, sino un nudo en la garganta. Porque en esas páginas reconocemos no solo la historia de unos campesinos, sino la nuestra. La certeza de que la cultura sigue siendo un arma cargada de futuro, y de que aún hoy hay quienes prefieren pueblos callados y mentes cerradas. Decía Miguel de Unamuno: “Sólo el que sabe es libre y más libre el que más sabe. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas.”. Por eso, leer «El otro mundo« es recordar que la libertad siempre estuvo ligada al conocimiento, y que todo ataque a los libros, al arte, a la educación, es un ataque a la dignidad misma de las personas. Por eso este tebeo no es solo un homenaje a un sistema que quiso mejorar la vida de la gente. Es una advertencia, un recordatorio de que la ignorancia es el terreno donde siempre germina la barbarie. Cuando pienso en María, en Tizná y en la anciana, no puedo evitar sentir que todos somos ellas. Que llevamos dentro esa esperanza que los niños descubren en el cine. Y que cada vez que alguien abre un comic, un libro, escucha una canción o contempla una obra de arte vuelve a encenderse, aunque sea por un instante, la llama de aquel otro mundo que soñó con ser libre.
“¡¡Viva la Republica!!Abajo los caciques!!”
