La Imposible Patrulla-X 12: El adiós legendario de Claremont

Imagina que estás sentado con un cómic en las manos y, de repente, notas que no se trata de un tomo cualquiera, sino de una auténtica piedra que cambió el enfoque en la historia de los superhéroes. El duodécimo volumen de La Imposible Patrulla-X no empieza con suavidad ni con un calentamiento ligero. Abre de golpe las puertas de un templo en el que se oficia la última misa de Chris Claremont, el sumo sacerdote mutante que durante más de quince años dictó dogma, credo y liturgia en la franquicia más poderosa de Marvel. Aquí no hay medias tintas. Estamos ante el desenlace de una era que lo cambió todo, una montaña rusa de conspiraciones, virus incurables, villanos que revientan cabezas desde la sombra y un desfile de personajes que parecen competir por ver quién carga con el mayor trauma. Y lo mejor de todo es que, mientras lees, te invade la sensación de estar asistiendo a algo histórico, a un espectáculo que mezcla tragedia griega, culebrón televisivo y explosión de testosterona noventera. Porque si los X-Men fueron alguna vez la metáfora definitiva del cambio y la evolución, este tomo es la mutación definitiva. La que cierra un ciclo irrepetible y abre otro lleno de luces, sombras y músculos imposibles.

El tomo empieza flojo, y cuando digo flojo es flojo de verdad. El arco «Reyes del Dolor«Kings of Pain«), repartido entre anuales de varias colecciones. Es como el aperitivo que te ponen en un restaurante y que te hace pensar: “madre mía, si esto es lo que nos espera, vámonos a casa”. Una mezcolanza de secundarios olvidables, villanos genéricos y diálogos de chicle que ni siquiera Fabian Nicieza pudo salvar de la hoguera de lo prescindible. Lo bueno es que, como en las series malas, puedes pasarlo rápido con el mando y lanzarte de cabeza a lo que importa. Porque lo que viene después sí que es la montaña rusa mutante que todos recordamos. Ahí aparece Factor-X: Esos cinco chavales originales que empezaron como estudiantes en los sesenta y que ahora vuelven al ruedo como el grupo de mutantes “clásico” que todavía podía dar caña. Lo hacen enfrentándose a Proteo, que básicamente es un villano sacado de una pesadilla con LSD. Deforma la realidad, convierte la materia en plastilina y hace que hasta Lobezno se lo piense dos veces antes de sacar las garras. El regreso de este enemigo es puro Claremont tardío: angustia, terror psicológico y un recordatorio de que ni con superpoderes puedes controlar algo que se ríe de las leyes de la física. Pero el gran plato fuerte llega con el drama familiar de los Summers. Y atención, porque si hay un culebrón en el cómic de superhéroes que pueda competir con “Falcon Crest” es el de Scott, Jean y compañía. Aquí Apocalipsis, el eterno faraón mutante que siempre tiene planes de veinte mil años de duración, decide fastidiar al personal infectando al bebé Nathan Summers con un virus tecno-orgánico incurable. Y claro, Cíclope pasa de ser un líder de campo serio a un padre con cara de “¿por qué a mí?”. El momento es brutal porque mezcla la tragedia personal con la amenaza cósmica, y convierte a Scott en el mutante más humano de todos. Un tipo que tiene que entregar a su hijo para salvarlo. Si no se te encoje un poco el corazón ahí, es que no tienes alma o que Apocalipsis ya te la robó hace tiempo.

Cuando todavía estás secándote las lágrimas, llega el Rey Sombra para recordarte que nunca puedes relajarte en un cómic mutante. Este villano psíquico es como Freddy Krueger con traje de ejecutivo. Se mete en tu cabeza, te corrompe, te manipula y convierte la Isla Muir en un campo de batalla mental y físico al mismo tiempo. Aquí se produce algo histórico: la fusión de la Patrulla-X y Factor-X en un solo equipo. Es como si Los Beatles y Los Rolling Stones hubieran decidido grabar juntos un disco y justo después les tocara enfrentarse a Magneto. Porque sí, nada de tregua. El amo del magnetismo vuelve para recordarnos que sigue siendo el villano (o antihéroe, según el día) más grande de la franquicia. Entonces, como si los mutantes no tuvieran bastante con dramas, bebés infectados y villanos psíquicos, llega el huracán Jim Lee. Este hombre cogió los lápices y decidió que los X-Men no iban a ser solo cómics: iban a ser posters, estampas icónicas, figuras de acción en potencia. Sus páginas son un festival de poses imposibles, músculos que desafían la biología humana y trajes con tantas hombreras y cintas que hasta Rob Liefeld se puso nervioso. El X-Men #1 con su portada cuádruple (que aún hoy sigue siendo el cómic más vendido de la historia) fue un antes y un después en el mundo del comic americano.

Claro, la otra cara de la moneda es que, a partir de entonces, los guionistas se convirtieron en meros secundarios que tenían que inventar excusas para que los dibujantes pudieran lucirse. Y ahí es donde Claremont dijo “hasta aquí hemos llegado”. No porque se le hubieran acabado las ideas, sino porque Marvel quería músculo y portadas, y él quería diálogos, dilemas y personajes más intensos que un cuádriceps flexionado. El choque era inevitable. Aun así, hasta el último momento Claremont dejó destellos de lo que le hacía grande. El origen del virus tecno-orgánico de Cable, el eterno debate ético de Magneto entre villano y mártir, los diálogos cargados de emoción, los lazos entre personajes que parecían tan reales que uno esperaba que se cayeran bien o mal de verdad. Leer estas últimas historias es como ver a un director de orquesta que todavía logra arrancar acordes magníficos, aunque la banda esté ya afinando para otro concierto. El tomo también brilla gracias a artistas como Whilce Portacio, Andy Kubert, Mark Bagley o Paul Smith que dotan de energía y dinamismo a cada página. Portacio parecía dibujar personajes que iban a explotar de la tensión, y Kubert empezaba a definir el estilo que lo haría estrella en los años siguientes. Entre todos ellos dieron forma a esa transición: la del Claremont narrador al Jim Lee espectáculo.

Por todo esto surge la pregunta: ¿Es un tomo perfecto? No. Hay sobrecarga de personajes, tramas que hoy suenan forzadas y momentos aburridos. Pero en conjunto es un cómic imprescindible, porque es historia pura. Aquí termina la era Claremont y comienza el reinado del estilo noventero. Es un volumen que, como lector, te hace reír, te hace llorar y te hace preguntarte cómo demonios podían caber tantos mutantes en una sola viñeta sin que alguien acabara en urgencias por falta de espacio.

Además, Panini Comics lo presenta en un volumen de 600 páginas, tapa dura, extras jugosos y un repaso completo que incluye Uncanny X-Men #278-280 y Annual 15, X-Factor #63-70 y Annual 6, X-Men #1-3, más material de New Mutants Annual 7 y New Warriors Annual 1. Todo ello acompañado de portadas, introducciones y extras que harán las delicias del completista mutante. Al final, este duodécimo tomo de «Omnigold. La Imposible Patrulla-X» es el equivalente a una temporada final de serie en la que pasan demasiadas cosas, algunas maravillosas y otras para olvidar, pero que nunca deja de ser emocionante. Es el adiós de Claremont, el hola de Jim Lee, el drama de los Summers, la fusión de equipos, el regreso de Magneto y la confirmación de que los mutantes nunca fueron “solo” superhéroes: fueron, son y serán el culebrón más épico y divertido que ha dado Marvel. Y oye, si después de leerlo no te entran ganas de gritar “¡Soy el mejor en lo que hago, aunque lo que hago no sea precisamente bonito!”, quizá deberías volver a releer estas páginas.

Deja un comentario