Blade: Red Band. Magia y sangre

Hablar de Blade nunca ha sido sencillo. A diferencia de otros héroes que se pasean con orgullo por los titulares de la prensa ficticia del Universo Marvel, el Caminante Diurno siempre ha habitado en las sombras, tanto en lo narrativo como en lo editorial. Y eso es precisamente lo que hace atractivo cada intento de relanzar al personaje. No hay fórmulas seguras, no hay moldes claros, solo la tensión de ver cómo un hombre a medio camino entre lo humano y lo vampírico lucha por tener un lugar propio. Con «Blade: Red Band«, el guionista Bryan Hill junto con los dibujantes C.F. Villa con Federica Mancin y los coloristas Java Tartaglia con Matt Milla se atreven a abrir una nueva etapa, sangrienta y reflexiva a partes iguales. Todos intentan contestar a una pregunta central: ¿qué queda de Blade después de haber sido poseído por el mismísimo primer vampiro en los eventos de «Caza Sangrienta«?

La serie comienza con un tono sorprendente. Blade exiliado en una isla selvática, convertido en un ermitaño que caza, pesca y forja su propia espada en un taller improvisado. Esta introducción no es gratuita. Hill entiende que el personaje necesita un respiro, un espacio de silencio, antes de volver a hundirse en la carnicería habitual. Lo vemos enfrentarse no a un ejército de vampiros, sino a sí mismo, a su soledad y a los recuerdos de haber estado a punto de matar a su propia hija. Este primer número construye un Blade introspectivo, con un aire casi samurái, que se define tanto por lo que calla como por lo que hace. Es un arranque poderoso, porque por fin se nos presenta al cazador como un hombre que duda, que carga con la culpa y que busca respuestas en el aislamiento.

Ese arranque, sin embargo, se corta bruscamente con la aparición de la Nigroguardia: una organización secreta que se autoproclama defensora del equilibrio místico del mundo. Hill juega aquí con una retórica recurrente en los cómics de Blade, el grupo misterioso que ofrece información y poder a cambio de obediencia. Aunque el guionista dota a la secta de cierta ambigüedad moral, lo cierto es que la historia se vuelve más convencional a partir de ese momento. La misión que proponen es clara: eliminar a Pontius Van Helsing, descendiente del legendario linaje cazavampiros, que ha caído en desgracia y ha abrazado la magia oscura y el poder vampírico.

La elección de Van Helsing como antagonista principal es un movimiento inteligente. El apellido arrastra un peso cultural enorme. Desde la novela de Bram Stoker hasta la tradición del cine de terror, el cazador Van Helsing es sinónimo de incorruptibilidad y lucha contra las tinieblas. Al presentarnos a un descendiente que traiciona ese legado, Hill introduce un conflicto que no solo es físico, sino también simbólico. ¿Qué significa cuando hasta los guardianes de la luz se corrompen? ¿Qué valor tiene la herencia cuando se prostituye al poder? El problema es que, pese a lo prometedor de la premisa, el desarrollo de Pontius Van Helsing no llega a estar a la altura de la expectativa. Aparece como un villano con trasfondo atractivo, pero sin el carisma ni la presencia suficientes como para convertirse en una némesis inolvidable.

Donde sí brilla el guion de Hill es en el retrato del propio Blade. A lo largo de los cinco números, lo vemos debatirse entre aceptar o rechazar las misiones que otros intentan imponerle. Lo importante aquí no es tanto a quién mata, sino por qué lo hace. Tras haber sido manipulado y usado como arma, ahora desconfía profundamente de cualquier estructura de poder, y prefiere elegir sus combates desde su propio código. Esto refuerza al personaje como alguien solitario, casi nihilista, que no cree en causas colectivas, pero que tampoco puede permitirse la inacción porque sabe que su espada es necesaria en un mundo plagado de monstruos. Hill equilibra bien esta dualidad, evitando que Blade se convierta en un simple asesino automático o en un héroe de moral inquebrantable. El tono de la trama oscila entre dos polos. Por un lado, tenemos esa primera mitad más introspectiva y lenta, donde Blade reflexiona, forja su arma y contempla el peso de su destino. Por otro, la segunda parte se adentra en la acción visceral, con combates sangrientos, emboscadas y duelos a muerte contra seguidores deformados por la magia de Van Helsing. Hill no siempre logra que ambas mitades encajen de forma natural

Ahora bien, ninguna de estas ideas funcionaría sin el trabajo de C.F. Villa, que aporta la energía necesaria para sostener la propuesta. Su dibujo es claro, contundente y, sobre todo, expresivo. Blade se mueve con una mezcla de agilidad y brutalidad que transmite perfectamente lo que es. Los combates son legibles, dinámicos, con una coreografía que respeta tanto la espectacularidad como la lógica interna de las escenas. No hay confusión en la acción, cada golpe se entiende, cada tajo tiene peso. Villa también brilla en el aspecto grotesco de la serie. Cuando muestra los cuerpos deformados por la magia oscura de Van Helsing, el dibujante logra un equilibrio delicado. Son imágenes repulsivas, sí, pero no gratuitas. Más que asustar, conmueven, porque muestran víctimas que han perdido su humanidad de manera trágica. Es una elección estética que refuerza el dilema moral del guion. Blade no lucha solo contra villanos, sino contra un sistema de corrupción que convierte a inocentes en monstruos.

Quizá el gran mérito de esta miniserie de cinco números editada por Panini Comics es haber devuelto a Blade a un espacio interesante después de un tiempo de apariciones irregulares. Al final, «Blade: Red Band» no pretende ser la obra definitiva del Caminante Diurno. Es solo un capítulo, un amanecer teñido de rojo que anuncia que el día del cazador todavía no ha terminado. Si algo nos deja claro esta miniserie es que, mientras haya colmillos en la oscuridad, nuestro caza vampiros favorito seguirá ahí, con la espada en la mano, recordándonos que la noche siempre tendrá un precio.

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