Johnny Hazard 1957-1961  sunday pages: aventuras sin tregua

Cuando hablamos de los grandes nombres del cómic de prensa norteamericano, inevitablemente surgen nombres como Milton Caniff, Alex Raymond o Chester Gould. Pero en esa misma constelación, brillando con un carácter propio que no merece pasar desapercibido, se encuentra Frank Robbins, creador de Johnny Hazard. Que, con esta recopilación de páginas dominicales, publicadas entre 1957 y 1961, la editorial Dolmen nos pone delante un periodo fundamental, tanto en la evolución del personaje como en el reflejo de una época de cambios sociales y culturales. Y lo hace con una edición cuidada y traducida por Rafael Marín. Lo que convierte a este volumen en una obra indispensable para cualquiera que se tome en serio la historia del cómic de aventuras.

El atractivo de este tomo radica en que concentra un tramo en el que Robbins alcanza una madurez creativa notable. La serie había nacido en 1944, en plena Segunda Guerra Mundial, con Hazard como piloto de combate que prolongaba en las páginas del periódico las fantasías heroicas de una nación en conflicto. Pero al llegar al periodo 1957-1961, Hazard ya no es simplemente un héroe bélico. Se ha convertido en un aventurero sofisticado, un testigo itinerante del mundo de la posguerra, alguien capaz de saltar de un avión secuestrado a un barco cargado de misterios, de cruzarse con villanos de rostro rehecho a aristócratas decadentes o a hijas de millonarios que juegan a fingir su propio secuestro. Es decir, un protagonista que encarna la transición entre el pulp de los años treinta y el cosmopolitismo de los sesenta.

Este volumen incluye sagas con títulos que parecen sacados de un festival de aventuras clásicas: El tesoro de Alberich, El barco misterioso, Oro líquido, Todo lo que sube, Locura en acción, El vuelo del búmeran, La rémora, La pluma es más poderosa…, Asesinato de naftalina, Seis entradas para el peligro, El rostro perdido y El gran robo. Doce relatos que, leídos de un tirón, muestran la capacidad de Robbins para sostener un ritmo endiablado. Cada episodio combina ingredientes reconocibles como tesoros escondidos, identidades falsas, persecuciones, o intrigas criminales. Junto a ellos, un toque de modernidad que lo distingue de sus contemporáneos. La variedad temática es otro de los logros del tomo. Robbins no se limita a repetir fórmulas, sino que busca constantemente nuevas perspectivas. Desde la acción aérea hasta la sátira social, pasando por un juego con el género negro. En todas ellas se aprecia la voluntad de no anquilosarse, de mantener vivo un formato que, para entonces, ya había perdido parte del impacto masivo que tuvo en los años anteriores.

Una de las claves de que este Johnny Hazard siga siendo vigente es que Robbins nunca cedió a la tentación de convertirlo en un superhombre. No vuela, no tiene gadgets futuristas, ni viste un uniforme llamativo. Su fuerza radica en la mezcla de temple, astucia y serenidad. Hazard es un héroe que no necesita demostrar continuamente su valía. Simplemente está ahí, responde a cada desafío y, lo más importante, lo hace sin perder nunca la compostura. Esto resulta crucial porque lo distancia de otros héroes del momento. Frente a la exuberancia de los superhéroes, Hazard ofrecía un modelo más cercano, más realista, en el que el lector podía proyectar un ideal sin caer en lo inverosímil. Su atractivo radica en que siempre parece preparado, pero sin resultar arrogante. Cuando se enfrenta a mafiosos, aristócratas corruptos o jóvenes rebeldes con demasiado dinero, Hazard nunca cae en el maniqueísmo total. Su mirada es crítica, a veces irónica, y ese matiz lo convierte en un protagonista más humano.

Por otro lado, el nombre de Frank Robbins merece una reivindicación más firme. A menudo su trabajo queda eclipsado por el de Milton Caniff, con quien comparte una evidente herencia estilística. Ambos trabajan con un realismo dinámico, con una línea expresiva que juega con las sombras y los contrastes. Sin embargo, Robbins posee un trazo más nervioso, más flexible, que dota de energía incluso a las escenas más estáticas. En las páginas dominicales reunidas aquí, Robbins demuestra un dominio absoluto del espacio. El formato de tira exige condensar acción y espectacularidad en un único bloque semanal. Es algo que Robbins resuelve mediante encuadres audaces, diagonales que sugieren movimiento, primeros planos cargados de tensión y, sobre todo, un sentido del color que potencia la atmósfera de cada historia. Otro aspecto que no debe pasarse por alto es que fue un autor integral: escribía y dibujaba. Eso le permitió dar a la serie una coherencia tonal que se aprecia a lo largo de todo el volumen. El diálogo entre texto e imagen fluye con naturalidad, sin el desfase que a veces se detecta en obras donde guionista y dibujante no comparten la misma visión. Esa unidad creativa explica por qué Johnny Hazard tiene una voz tan clara y distintiva dentro del cómic.

Leer estas historias de corrido en un tomo puede dar la falsa impresión de continuidad. Pero no debemos olvidar que fueron concebidas para un consumo semanal. Cada página debía captar la atención del lector, resolver parcialmente un nudo narrativo y lanzar un nuevo gancho hacia la semana siguiente. Robbins era un maestro en este arte del cliffhanger. Un recurso que hoy asociamos a series de televisión pero que él aplicaba con precisión quirúrgica en el espacio de un periódico. En una época donde la gente está acostumbrada a devorar temporadas completas en un fin de semana o leer integrales de una sentada, encontrarse con esta estructura obliga a otra cadencia. Se aprecia el suspense, la paciencia, la espera. Incluso leído en formato recopilado, el eco de esa estructura sigue marcando la experiencia de lectura.

Por todo eso, este rescate permite que se revalorice la obra de Robbins en su justa medida. En un panorama donde los clásicos suelen reducirse a un puñado de nombres canónicos. La publicación de volúmenes como este amplía el campo y recuerda que el cómic de prensa fue una cantera inagotable de talento y experimentación. Este tomo de «Johnny Hazard» es mucho más que un volumen de aventuras antiguas. Es una lección sobre cómo narrar con ritmo, cómo conjugar el dibujo realista con la espectacularidad, cómo dotar a un héroe de carisma sin caer en clichés vacíos. Robbins demuestra aquí por qué merece estar en la misma conversación que Caniff o Raymond. En definitiva, un clásico que demuestra que el buen cómic, cuando está bien hecho, nunca pasa de moda.

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