Black Candy: violencia y verdad

Imagina que enciendes un cigarro en mitad de un callejón mugriento, con la boca seca de tanto tragar humo, y que de repente alguien te pasa un cómic llamado «Black Candy«. Eso es lo que han hecho Antonio Sachs y Álex C. Santana en estas páginas. Meterte un chute de nicotina, violencia y ternura en las venas. Sin anestesia. Sin pedir permiso. Con la misma crudeza con la que se vive cuando la vida ya te ha partido los dientes varias veces. Porque este tebeo no es un paseo agradable ni quiere serlo. Es un puñetazo en la tráquea envuelto en papel negro y con una historia que te obliga a mirar de frente lo que nadie quiere ver.

Los protagonistas, Jehona y Zero, son el alma de este viaje a las profundidades. Ella, una chica epiléptica y practicante de artes marciales. Él, un joven con síndrome de Down que soporta bullying constante en el centro de menores donde ambos están internados. No hay glamour en sus vidas. Ni un futuro brillante esperándolos. Lo que tienen es dolor, abandono y desprecio. Sin embargo, ahí surge lo más bestia del relato. De esas circunstancias terribles nace una amistad feroz, una hermandad que no se explica con palabras bonitas, sino con gestos de supervivencia. Sachs no construye a Jehona y Zero como clichés de “pobrecitos” o “ejemplos de superación” al estilo de serie barata. Muestra a ambos como lo que son: dos chavales destrozados que, a pesar de todo, encuentran en el otro un reflejo, una razón para no dejarse aplastar del todo.

La chispa que enciende la historia llega una noche en que, durante una travesura, los dos acceden a sus expedientes. Ahí se revela la verdad. Son hijos de dos prostitutas asesinadas la misma noche, un crimen nunca resuelto. El golpe es brutal, como si se abriera de repente la caja negra de un avión estrellado. Ya no solo son huérfanos de facto, sino huérfanos de un sistema que ni siquiera se preocupó por resolver los asesinatos de sus madres. La rabia que se desprende de esa revelación es el motor del cómic. En un acto de rebeldía, de autoafirmación, Jehona y Zero deciden escapar del centro y lanzarse a la carretera, a buscar su origen, a hurgar en las heridas abiertas, a dar con los asesinos. Este viaje es tan físico como emocional, una odisea en clave macarra donde lo que importa no es solo el destino, sino el proceso de enfrentarse al pasado y a la propia identidad.

El guion de Antonio Sachs merece un párrafo aparte. Lo que hace Sachs es incendiar cada diálogo con dinamita. El lenguaje es sucio, callejero, lleno de expresiones que incomodan y que probablemente harían que más de un lector mojigato se echase las manos a la cabeza. Pero aquí está la clave. Esa crudeza es necesaria, porque si Jehona y Zero hablaran con un tono “amable” o políticamente correcto, la historia perdería toda su fuerza. Lo que se cuenta es tan duro que solo puede expresarse con palabras que raspan, que hieren, que escupen. Sachs entiende que la lengua es un arma, y en este comic la usa como una navaja oxidada. Es imposible imaginar esta historia contada de otra manera, y ahí reside gran parte de su potencia. Además, el guion no se queda en la superficie de la macarrada. Sí, hay violencia, hay rabia, hay una especie de viaje urbano lleno de tensión, pero debajo de todo eso está la reflexión sobre la identidad. Sobre qué significa ser hijo de alguien que fue borrado de la sociedad, sobre cómo se construye la propia existencia cuando tu origen está marcado por la tragedia y el olvido.

En el aspecto gráfico, el dibujo de Alex C. Santana es un viaje psicodélico al infierno. El estilo choca, incomoda, parece caótico, incluso puede dar la impresión de que es un error. Pero si te dejas arrastrar, si entras en el juego, descubres que es el dibujo perfecto para esta historia. Cruz Santana no busca el realismo ni la belleza académica. Busca transmitir las sensaciones, el ambiente, la suciedad y la violencia que atraviesa la trama. Cada viñeta parece sudar, respirar, sangrar. El trazo es como una cicatriz, irregular, vivo, lleno de energía. Y eso es lo que convierte la lectura en una experiencia sensorial. Porque el dibujo aquí no solo cuenta lo que pasa, sino cómo lo sientes al verlo. Las calles parecen más oscuras de lo que son, los cuerpos parecen más frágiles o más monstruosos según lo que experimentan los personajes, los escenarios no son decorados, sino estados de ánimo. Cruz Santana convierte cada página en una especie de tormenta donde se mezclan el dolor y la ternura, la violencia y la esperanza. Y más llamativo es que, al principio parece una fumada difícil de procesar, pero pronto te das cuenta de que es el único estilo que podía funcionar para esta historia.

Al hablar de este tebeo no podemos pasar por alto la labor de Tengu Ediciones, que ha sabido darle a esta obra el envoltorio que merece. La edición de 152 páginas a todo color resalta la fuerza explosiva del dibujo de Alejandro Cruz Santana, permitiendo que cada viñeta respire con la intensidad necesaria y que los contrastes del relato cobren aún más vida. Tengu ha cuidado un volumen que se siente sólido, pensado para durar, y que confirma que el cómic independiente en España puede y debe apostar por propuestas arriesgadas y diferentes. Así con todos estos hilos se teje un relato heavy, bestia pero también es profundamente humano. Es un cómic que no pretende salvarte, pero que te obliga a mirar de frente la vida de aquellos que normalmente preferimos no ver. Esa es su grandeza. Si buscas un tebeo amable, pasa de largo. Pero si quieres algo que te reviente las entrañas, que te haga sentir, que te deje pensando mucho después de haberlo cerrado, entonces lánzate a por «Black Candy«. Sachs y Cruz Santana han creado una obra que huele a sangre, a rabia, a ternura escondida, a humanidad en estado puro. Una obra que no quiere ser perfecta, sino verdadera. En tiempos de tanta mentira y tanto artificio, eso es lo más bestia, lo más heavy, lo más necesario que se puede pedir.

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