Todas las mañanas: una vida muy real

No todos los tebeos se leen de la misma manera. Algunos pasan ante nosotros como un destello fugaz, ligeros, veloces, casi desechables. Otros, en cambio, parecen pedir silencio, detener el tiempo y dejar que cada página nos cale poco a poco, como una lluvia fina que acaba empapando sin que nos demos cuenta. «Todas las mañanas«, de Javier de Isusi, pertenece a esta segunda estirpe. No es un cómic concebido para la evasión inmediata, sino para acompañar, para sostener una mirada honesta sobre la vida. En él, la ficción se convierte en un espejo que refleja una realidad tan cercana como invisible: la del acogimiento familiar especializado. Ese terreno discreto donde la generosidad cotidiana se transforma en un verdadero acto de heroísmo silencioso.

El punto de partida es sencillo. Ana y Laia son amigas. Dos mujeres muy distintas, casi antagónicas en su manera de expresarse y de enfrentar la vida. Ana es contenida, cuidadosa con sus palabras, incapaz de soltar un taco. Laia, por el contrario, es deslenguada, vital, impulsiva. Podrían ser personajes de una comedia costumbrista, si no fuera porque lo que comparten no tiene nada de ligero. Ambas han decidido abrir su hogar a niños con graves problemas emocionales, niños que necesitan más que un techo y comida, niños que requieren paciencia, comprensión y, sobre todo, una presencia constante. Porque la tarea de acoger a un menor herido no termina nunca. Es un trabajo que ocupa todas las mañanas, todas las tardes, todas las noches. Las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

En la casa de Ana vive Axel, un niño de nueve años que arrastra un pasado de dolor. No sabe cómo expresar lo que siente y a veces su incapacidad para comunicar se transforma en rabia, en crisis de ira que sacuden a toda la familia. Laia, por su parte, convive con Cristina, una niña ucraniana que vive encerrada en sí misma, aislada de sus emociones, como si hubiera levantado un muro interior para protegerse. Ambos representan, con sus diferencias, esa complejidad de los daños emocionales que no se ven a simple vista, pero que condicionan cada gesto, cada silencio, cada intento de relación.

Javier de Isusi se acerca a estas vidas con una mirada de enorme humanidad. No hay condescendencia ni dramatización gratuita. Tampoco hay sensiblería, esa tentación tan común cuando se aborda un tema social delicado. Lo que hay es verdad. Una verdad que se construye a través de los gestos pequeños, de conversaciones domésticas, de rutinas que se repiten. La verdad de un padre agotado que, aun así, se levanta a consolar un niño en mitad de la noche. La verdad de una madre que duda, que se pregunta si está haciendo lo correcto, que siente que tal vez no es suficiente. La verdad de dos amigas que, a pesar del cansancio, encuentran en su complicidad una forma de resistencia.

Lo notable de este tebeo es que consigue que esa verdad cale en el lector sin necesidad de grandes discursos. La historia avanza con naturalidad, como si estuviéramos acompañando a Ana y a Laia en su día a día. Sin embargo, detrás de cada página se nota una investigación profunda. El resultado es un retrato coral en el que los personajes respiran realidad por los cuatro costados. No hay estereotipos ni personajes planos. Todos, desde los niños hasta los familiares secundarios, muestran matices, contradicciones, zonas de luz y de sombra. Esa riqueza es lo que hace que la lectura nos afecte. No estamos ante un relato ejemplarizante, sino ante vidas que podrían ser las de nuestros vecinos, nuestros amigos, incluso las nuestras si un día decidiéramos dar un paso semejante.

En el aspecto gráfico, la elección de la acuarela como técnica no es casual. Los tonos grises, amarillentos y marrones transmiten una atmósfera a veces melancólica, a veces cálida, pero siempre profundamente humana. Las expresiones faciales, dibujadas con sensibilidad, resultan decisivas. En los ojos de Axel se adivina la tormenta que no sabe nombrar. En el rostro de Cristina se percibe la distancia de quien ha aprendido a no confiar en nadie. Y en las arrugas de cansancio de Ana y Laia se refleja esa mezcla de fatiga y determinación que caracteriza a quienes han elegido cuidar a otros por encima de su propia comodidad. Es un dibujo sobrio, sin estridencias, porque lo que importa no es el artificio sino la emoción que despierta.

Hay momentos especialmente conmovedores. Como cuando Ana reconoce que no sabe cómo lidiar con la ira de Axel, que su paciencia se agota, que teme fallarle. O cuando Laia observa a Cristina ensimismada, incapaz de conectar, y se pregunta si alguna vez logrará romper ese aislamiento. Son escenas duras, pero también están equilibradas con otras de ternura. Un abrazo inesperado, una palabra tímida, un gesto que indica que, a pesar de todo, algo se está moviendo. Esa alternancia entre dificultad y esperanza evita el derrotismo y nos recuerda que, aunque el camino sea arduo, siempre hay posibilidad de avance.

Quizás lo más valioso de este tebeo, editado por Astiberri, es que no nos deja indiferentes. No se trata solo de leer una historia. Sino de llevarla con nosotros, de que nos acompañe en nuestras propias mañanas. Porque después de conocer a Axel y Cristina, ya no miramos igual a los niños que se aíslan en el patio del colegio, ni pensamos igual sobre lo que significa tener un hogar. El cómic planta una semilla de empatía que, con suerte, seguirá creciendo más allá de sus páginas. Quizá, al terminar la lectura, nos descubramos pensando en todas las personas que cada día, sin aspavientos, dedican su vida a cuidar de quienes más lo necesitan. Personas que no aparecerán en los periódicos, que no recibirán medallas, pero que sostienen la posibilidad de un futuro más digno para muchos niños.

Tal vez el cómic nos haga pensar en qué podemos hacer nosotros, en nuestro pequeño espacio, para formar parte de esa cadena de cuidados. Si logra eso, si consigue que un solo lector cambie su mirada, ya habrá cumplido su propósito más profundo. Porque al final, como dice el título, se trata de «Todas las mañanas«. No de un momento puntual ni de una inspiración pasajera. Sino de un compromiso diario, renovado una y otra vez, con todas las dificultades y todas las recompensas que conlleva. Y esa es, quizá, la mayor lección que este libro nos regala. La humanidad se construye en la repetición paciente de los gestos de cuidado, en esa perseverancia silenciosa que sostiene el mundo.

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