Abrir un tomo protagonizado por Mística siempre es como sentarse a una partida de póker donde el crupier lleva máscara, el mazo está marcado y resulta que tú mismo también podrías ser Mística y no lo sabías. Raven Darkhölme es eso: un acertijo, una contradicción, un disfraz con patas que se ríe de la coherencia y de la paciencia de cualquier agente de S.H.I.E.L.D. que intente seguirle la pista. En este volumen, Declan Shalvey decide meterla de lleno en un thriller de espionaje sucio y paranoico, de esos en los que nadie sabe quién es quién, todos sospechan de todos y, por supuesto, Nick Furia aparece con cara de “no sé si soy padre, hijo, clon o holograma, pero voy a detener a esta mujer como sea”.

La premisa parece sencilla: ¿cómo capturas a alguien que puede ser literalmente cualquiera? Spoiler: no lo haces. Lo intentas, sudas tinta, te frustras, te explota la casa, y al final Mística se escapa con una carcajada. Porque Raven siempre fue pionera en convertir la vida en un eslogan de camiseta punk. Declan Shalvey se lanza a la piscina de lo imposible con un entusiasmo digno de alguien que sabe que su protagonista no necesita armaduras de Iron Man ni martillos asgardianos para ser memorable. Mística, con su obsesión por proteger a los suyos, con su romanticismo torcido y su pragmatismo sanguinario, consigue que el lector la aplauda incluso cuando llena de cadáveres los pasillos de S.H.I.E.L.D. Porque Raven no es “buena”, ni falta que hace. Es un personaje que brilla precisamente en ese espacio moral donde todo está roto, pero aun así hay ternura escondida. Ahora, seamos claros: como thriller de espionaje, el tomo no llega a esa definición. Los giros, que deberían dejarnos boquiabiertos, a veces se ven venir como tren en un túnel recto. Uno lee estas revelaciones y suelta un “ya lo sospechaba”. Pero, ojo, eso no significa que no tengan gracia. Significa que el viaje vale más que el destino. En ese viaje hay espionaje, acción, metamorfosis grotescas y momentos de romance necromántico que huelen a rosas marchitas y pólvora.
Hablemos de algo que sí deslumbra: el arte de Shalvey. El tipo tiene la mala leche suficiente para dibujar a Mística transformándose como si estuviera saliendo de una pesadilla de John Carpenter. Carne que se estira, huesos que crujen, piel que muta como arcilla maldita. No es glamuroso, no es elegante es puro horror, y eso hace que cada cambio de forma sea un recordatorio de que Raven no solo es peligrosa por lo que hace, sino por lo que es. Acompañado por los colores de Matt Hollingsworth, que sabe cuándo usar sombras apagadas y cuándo prenderlo todo con explosiones naranja sangre, el cómic respira esa suciedad de thriller europeo mezclado con espectacularidad Marvel.

Uno de los mayores aciertos del tomo es el modo en que Shalvey presenta la relación entre Raven y Destino. Sí, no ocupa todo lo que podría, y más de uno se queda con las ganas de más besos, más diálogos íntimos, más conspiraciones de pareja inmortal. Lo que aparece es lo bastante fuerte como para recordar por qué estas dos mutantes son una de las duplas más queridas del universo de la Patrulla-X. Su amor es extraño, retorcido, condenado por visiones de futuros imposibles, pero inquebrantable. Raven quiere borrarse del mapa, desaparecer de toda base de datos, solo para proteger a Irene y a los suyos. Que el plan consista en hackear a S.H.I.E.L.D. a balazos y suplantaciones es secundario. Lo importante es que la villana que podría incendiar el mundo entero se sacrifica por las personas que ama. Oscuro, sí; pero conmovedor.
Aquí es donde entra la parte divertida. Mientras Raven maquina planes imposibles, Nick Furia Jr. anda corriendo detrás, intentando recomponer su autoestima como espía de segunda categoría que de repente se ve con la responsabilidad de atrapar al camaleón mutante definitivo. También es cierto que Shalvey se arriesga, quizá demasiado, en darle tanto peso a Furia Jr. Porque sí, hay mucho de este personaje buscando su lugar en el mundo, su relación con su padre y sus ganas de demostrar que aún tiene lo que hay que tener para cazar a la enemiga más escurridiza. Interesante, sí, pero no es lo que todo fan de Mística esperaba. Eso sí, hay secundarios que brillan en la oscuridad. La aparición de Avalancha, por ejemplo, nos recuerda que Raven no es solo amante y madre, sino también líder de villanos, cómplice y verdugo. Esos diálogos cargados de tensión, de amistad torcida y amenazas veladas, aportan un aire de hermandad criminal que le sienta de maravilla al cómic.

La edición en tomo también merece mención. Panini Comics incluye aquí un puñado de portadas variantes de escándalo, con artistas como Mateus Manhanini o David López sacando brillo a la figura de Mística como ícono, villana irresistible y diosa del disfraz. Además, Shalvey firma una carta personal donde confiesa lo mucho que significa para él escribir este personaje. Ese detalle humaniza al autor, y se nota en cada página que Raven no es para él solo “otra mutante azul”, sino una figura que merece respeto, complejidad y espacio propio.
Claro que no todo es perfecto en estas 128 páginas. La trama de ese supuesto misterio central que debería enganchar al lector, queda difusa y casi olvidable. Uno termina el relato y lo que recuerda no es la conspiración internacional, sino las metamorfosis viscosas de Raven, las pullas de Furia y los silencios cargados entre ella e Irene. Quizá eso sea lo bueno. Cuando el adorno se desvanece, lo que queda es el corazón de Mística latiendo fuerte, contradictorio y peligrosamente humano. Al cerrar este tomo queda claro que Mística no es un personaje que se lea. Es un personaje que se padece, que se disfruta con culpa, que se escapa de las manos como arena teñida de sangre azul.

Declan Shalvey no nos ha dado la historia de la espía perfecta ni el thriller más sorprendente, sino algo mucho más valioso. El recordatorio de que Raven Darkhölme sigue siendo un enigma viviente, una villana que arde como antorcha en la oscuridad del universo Marvel. ¿Predecible? Tal vez. ¿Excesiva? Siempre. ¿Irrenunciable? Por supuesto. Porque si hay alguien que puede mirarte a los ojos, robarte la identidad, dinamitar tu casa y aun así hacerte aplaudir, esa es «Mística«. Y eso, queridos lectores, es un superpoder que ni el mismísimo Nick Furia podrá contener jamás.
