La Casa de Asterión: monstruosidad e inocencia

A veces, detrás de las historias que aprendimos de memoria en la infancia, se esconde otra verdad. Nos contaron que el Minotauro era un monstruo. Una amenaza que debía ser vencida por el héroe. Pero «La Casa de Asterión» de Dani Retamero nos obliga a detenernos y escuchar lo que nunca quisimos oír. La voz del propio Asterión: tímida, ingenua y profundamente humana. En estas páginas, el laberinto deja de ser escenario de hazañas para convertirse en un hogar inmenso y solitario. El supuesto monstruo se revela como un niño condenado a una vida de aislamiento que nunca eligió.

Decir “Minotauro” es convocar de inmediato la sombra del monstruo. El ser híbrido, mitad hombre mitad toro, que habita en un laberinto y devora jóvenes como parte de un sacrificio ritual. Eso nos han enseñado los mitos desde la escuela. Esa es la imagen que Grecia transmitió al resto del mundo. La de un enemigo aterrador, un ser al que había que derrotar para que el héroe Teseo pudiera consagrarse. Sin embargo, ¿qué sucede si en lugar de escuchar la voz de los vencedores prestamos oído al derrotado? ¿Qué pasa si ese supuesto monstruo toma la palabra, nos abre la puerta de su hogar y nos cuenta, en primera persona, quién es y cómo vive? Eso es lo que hace Jorge Luis Borges en su cuento, y lo que Dani Retamero traduce con sensibilidad e inteligencia al lenguaje del cómic. Pero el tebeo no se limita a adaptar. Lo reinterpreta. Lo ilumina con recursos visuales, con silencios gráficos, con atmósferas cromáticas que refuerzan la emoción. Nos coloca frente a Asterión no como una criatura de fábula, sino como un niño inocente que creció aislado. Alguien que no llegó a entender jamás por qué su destino estaba marcado desde antes de nacer.

Desde las primeras páginas, Asterión nos confía su vida en un monólogo que parece a la vez confesión y juego. Su voz no es la del monstruo, sino la de un muchacho tímido, ingenuo, que inventa pasatiempos para sobrellevar la eternidad de su encierro. Corre por los pasillos, imagina visitas, conversa con su reflejo. Se divierte, pero también se aburre. Juega, pero también se entristece. Es un niño atrapado en un cuerpo que otros han condenado a ser símbolo del miedo. Y ahí está lo desgarrador. Mientras fuera del laberinto su nombre se pronuncia con horror, dentro de la casa lo único que habita es soledad.

El laberinto, en la visión de Retamero, no es una trampa arquitectónica para confundir héroes. Sino el hogar vasto e interminable de alguien que nunca conoció otra cosa. Sus pasillos infinitos transmiten la sensación de una eternidad inmóvil, un tiempo detenido. El dibujo se esfuerza en mostrar esa inmensidad vacía. Corredores que se multiplican como espejos. Muros idénticos que borran cualquier diferencia, una repetición que ahoga y calma al mismo tiempo. Para nosotros, la casa puede parecer prisión. Para Asterión es su universo entero. Aquí juega, aquí sueña, aquí se fatiga. Nunca ha salido, y ni siquiera comprende qué significaría hacerlo. En esa inocencia radica el poder del cómic. La voz de Asterión, sencilla y sincera, revela una mente que no conoce el odio. Habla de la vida con una mirada casi filosófica. Interpreta los hechos con una lógica propia, ingenua pero luminosa. Mientras los griegos lo ven como amenaza, él no entiende el rechazo. Para él, la soledad es costumbre. Para los demás, él es una fábula terrible. La distancia entre esas dos perspectivas abre un abismo que Retamero sabe transmitir con delicadeza.

El relato, además, nos obliga a reflexionar sobre cómo tratamos a los diferentes. ¿Cuántas veces hemos señalado como monstruo a quien simplemente no encaja en las normas de la mayoría? ¿Cuántas veces hemos preferido la caricatura, el mito negativo, antes que escuchar la voz auténtica del otro? Asterión encarna esa paradoja. Es “monstruo” solo porque así lo dictaron los relatos. Pero en su interior no hay maldad, solo un niño que busca compañía. El verdadero monstruo no es él, sino la incapacidad humana de aceptar lo distinto. Algo que me recuerda al relato aparecido en el tebeo Medusa y Perseo, donde siempre vimos a la mujer de cabellos de serpiente como la mala del cuento.

En lo gráfico, Dani Retamero despliega un lenguaje que amplifica esta idea. Sus ilustraciones no buscan el efectismo. Apuestan por la contención, por el ritmo lento, por la contemplación. Los planos amplios del laberinto transmiten vacío y aislamiento. Los silencios entre viñetas pesan tanto como las palabras. Los colores, a menudo sobrios y meditativos, evocan la monotonía del encierro. Al igual que el candor con el que Asterión transforma ese vacío en juego. Retamero entiende que en esta historia la emoción está en lo sutil, en lo que no se dice, en lo que intuimos entre líneas. Lo más sobrecogedor es cómo, a través de la narración, acabamos identificándonos con Asterión. Entramos a su casa, recorremos con él esos pasillos idénticos, compartimos su ingenuidad. Nos parece casi entrañable, alguien con quien podríamos sentarnos a hablar. El mismo que en las versiones heroicas aparece como bestia que devora humanos. El contraste es devastador. Retamero consigue lo que parecía imposible. Hacernos ver al Minotauro como a un hermano perdido. Un reflejo trágico de nuestra propia humanidad.

En este tebeo de Tengu Ediciones, todo lector que conozca el mito intuirá que lo inevitable se cumple. El héroe entra en la casa y todo acaba. Pero lo que en la tradición griega era un triunfo, aquí se vive como una tragedia silenciosa. No hay gloria, no hay liberación. Lo que queda es la tristeza de un niño que nunca comprendió por qué todo el mundo lo odiaba, que no entendía el miedo que provocaba, que nunca supo de la monstruosidad que le atribuían. En esa última viñeta, el lector siente un vacío hondo, una compasión que transforma por completo la manera en que miramos al mito.

Ahí reside la fuerza de este comic. Nos revela el otro lado de la historia. Nos enseña que las fábulas heroicas suelen construirse sobre silencios. Sobre voces que nunca tuvieron oportunidad de hablar. Asterión, al fin, habla. Y lo que dice es tan simple y tan puro que desarma todas las máscaras del mito. Más allá de la adaptación literaria, este cómic es una meditación sobre la soledad. Asterión encarna a todos los que han crecido apartados, diferentes, incomprendidos. Nos habla de la necesidad humana de compañía. De la forma en que la imaginación puede llenar los huecos del aislamiento, pero no borrarlos. Nos recuerda que la soledad, por más que se adorne de juegos, duele. Y que cuando esa soledad es impuesta desde fuera se vuelve una herida imposible de cicatrizar.

También es una reflexión sobre los prejuicios. El mito del Minotauro es, en el fondo, una construcción cultural que decide que alguien es “monstruo” solo por su origen y apariencia. Asterión nunca pidió ser lo que es. Fue nombrado y juzgado desde la cuna. Su destino estaba escrito antes de que pudiera pronunciar palabra. ¿No ocurre lo mismo en nuestra sociedad con quienes nacen bajo signos distintos, con quienes son marcados desde el inicio como extraños, indeseados o peligrosos? Este tebeo puede leerse como metáfora de esas fronteras invisibles que seguimos levantando alrededor de quienes no se ajustan a la norma. La obra de Retamero nos invita, pues, a repensar los relatos y los roles. A preguntarnos a quiénes hemos convertido en monstruos. A quiénes hemos encerrado en casas sin salida, a quiénes hemos dejado fuera del relato oficial. Y nos obliga a mirar de frente esa humanidad escondida detrás de las máscaras.

Leer «La Casa de Asterión» es recorrer un espejo oscuro, pero necesario. No podemos volver a pensar en el Minotauro como antes. Donde antes había un enemigo legendario, ahora queda la memoria de un niño, de un príncipe tímido que jugaba con sus sombras. Donde antes había un monstruo, ahora hay varias preguntas incómodas. ¿Qué significa ser diferente?, ¿o ser rechazado?, ¿qué significa vivir encerrado en un relato que otros escribieron para ti? Por eso al pasar la última página, comprendemos que el verdadero laberinto no es el de piedra. El verdadero laberinto está en nosotros. En la incapacidad de aceptar lo distinto, en los prejuicios que repetimos como muros. En las narraciones que construimos para justificarnos. Asterión, el supuesto monstruo, nos tiende la mano desde su soledad para mostrarnos un camino distinto. El de la empatía. Y esa lección, en los tiempos que corren, vale más que todas las victorias heroicas juntas.

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