
Hablar de John Arne Sæterøy, más conocido como Jason, es hablar de un autor que, si un día decidiera montar un restaurante, probablemente serviría platos de cuatro viñetas, en blanco y negro, con animales inexpresivos comiendo en silencio mientras un musico toca el saxofón en la mesa de al lado. Su universo funciona así. Rígido en apariencia, delirante en contenido. Con La muerte en Trieste lo vuelve a demostrar, ofreciéndonos tres historias que son como tres piezas de jazz noruego. Secas, frías, pero con una extraña calidez escondida bajo las capas de absurdo.
John Arne Sæterøy lleva más de veinte años publicando en España gracias a Astiberri. Dos décadas en las que ha convertido la línea clara, los personajes zoomórficos y la cara de póker perpetua en su marca de fábrica. Lo fascinante es que, a pesar de repetir estructuras (cuatro viñetas por página, fondos mínimos, animales inexpresivos), cada nuevo libro se siente distinto. Como si el truco de magia nunca se agotara. En «La muerte en Trieste» (Døden i Trieste), su fórmula alcanza un nivel de refinamiento delicioso. Tres historias aparentemente inconexas que, sin embargo, comparten atmósferas, referencias y un invitado estrella que se ha convertido en el mejor secundario de Jason: David Bowie. Sí, el mismo Bowie que cantaba e interpretó a un rey goblin. El mismo que aquí aparece una y otra vez como si fuera un comodín pop. En manos de otro autor sería un chiste forzado; en las de Jason, es pura coherencia absurda.

El volumen abre con «El caso Magritte«, donde unos cuadros del pintor belga provocan que la gente recite versos surrealistas. Continúa con «La muerte en Trieste«, una narración fragmentada ambientada en la República de Weimar donde se cruzan poetas dadás, fascistas en ascenso, Rasputín, Marlene Dietrich y cómo no, David Bowie. Cierra con «Dulces sueños«, un apocalipsis en el que la New Wave británica actúa como liga de superhéroes contra un asteroide destructor. Contado así parece un delirio (y lo es), pero en las manos de Jason cobra sentido. El truco está en el tono. Él narra todo con absoluta seriedad, sin guiños ni ironía visible. El lector se ríe no porque los personajes hagan chistes, sino porque los acepta como naturales en un contexto imposible. Esa es la magia. Bowie puede aparecer tres veces en un mismo libro y no resulta ridículo, sino lógico.
Gráficamente, Jason sigue fiel a sí mismo: Línea clara, animales antropomorfos, escenarios reducidos a lo esencial, cuatro viñetas por página como un metrónomo dramático. Nada sobra, nada distrae. Aun así, en esa aparente rigidez cabe todo. Persecuciones, discusiones filosóficas, conspiraciones, bailes de cabaret, luchas contra meteoritos. El humor surge precisamente de ese contraste. La expresividad mínima frente al contenido desbordante. Un perro con sombrero puede enfrentarse a Rasputín, un cuervo puede discutir con Marlene Dietrich, y todo ocurre con la misma naturalidad con que alguien pediría la hora en una cafetería. Jason no necesita rematar el chiste. Basta con presentarlo. Además, su dominio de la elipsis y del ritmo convierte lo que podría ser estático en dinámico. Donde otro autor necesitaría páginas de acción, él resuelve con un par de viñetas precisas. Donde cualquiera se excedería explicando, Jason se calla. Deja que el lector complete los huecos.

No es un humor de carcajada, sino de sonrisa interna. Consigue que el lector se ría de la seriedad misma de sus personajes, de lo impasible de sus rostros mientras el mundo alrededor se derrumba o se vuelve ridículo. Es un humor melancólico, incluso, porque debajo de la risa late siempre un poso de nostalgia, de extrañeza, de mundo que se va desmoronando. En el volumen esto se nota especialmente en la segunda historia que da título a esta obra. Donde el cabaret de Weimar, los poetas y el ascenso del fascismo conviven en un clima de fin del mundo. La risa se mezcla con la sensación de que, en el fondo, no estamos tan lejos de ese abismo. Jason nunca sermonea, pero deja la idea flotando. El absurdo también es un modo de resistencia.
Editado en castellano en formato rústica de 184 páginas, que se sostiene con la misma dignidad que un gato de Jason cuando intenta parecer interesante mirando al infinito. La traducción corre a cargo de Óscar Palmer, que logra trasladar el humor seco y cortante del autor sin perder ni un ápice de su absurdo nórdico. La corrección de Soraya Pollo garantiza que no se cuele ni una errata, salvo que la errata no sea tal, sino un recurso para potenciar lo surrealista, en cuyo caso sería un homenaje a Magritte. Por último, la maquetación y rotulación de Alba Diethelm mantienen esa cuadrícula inamovible de cuatro viñetas por página como si fuera un mantra gráfico.

Al final, ¿de qué trata este comic en el fondo? De nada y de todo. De cómo el arte, la música y la literatura pueden cruzarse en un mismo escenario. De cómo el absurdo puede ser un antídoto contra la rigidez de la realidad. De cómo es posible reír sin que nadie suelte un chiste. Leerlo es como entrar en un sueño donde los referentes culturales bailan un vals con animales de traje. Al principio desconcierta, luego divierte, finalmente deja una extraña sensación de melancolía. Esa combinación es lo que convierte a Jason en un autor único. No todos conectarán con este humor frío, con estos personajes inexpresivos, con esta forma de narrar tan contenida. Pero quienes entren en su universo descubrirán un mundo único, coherente en su delirio, donde todo es posible. «La muerte en Trieste» es un cómic que se disfruta como una pieza de música extraña. Al principio desconcierta, luego te gusta, y finalmente deja una melodía que se repite en tu cabeza mucho tiempo después. Un tebeo para leer en silencio, sonreír por dentro y, si se quiere, imaginar a Bowie saludándonos desde la esquina de la página.
