Polina. Arte y danza

Leer «Polina«, de Bastien Vivès es como asistir a una representación impecable de ballet en la que todo funciona con precisión matemática. Los bailarines no fallan un paso, la música está en su sitio, la luz acaricia las siluetas con elegancia y, sin embargo, uno sale del teatro con la sensación de que ha presenciado algo técnicamente admirable pero emocionalmente distante. Vivès se ha ganado a pulso la reputación de maestro de la línea, de narrador que apuesta por la contención y la pureza expresiva. Un dibujante que sabe eliminar todo lo superfluo para quedarse con lo esencial. Y sí, todo eso está presente en Polina. Pero al mismo tiempo llega en este caso a ser tedioso.

La historia arranca con fuerza. Una niña llamada Polina Oulinov es inducida por su madre para que haga aquello que ella no consiguió. La presenta a las pruebas de ingreso en una prestigiosa academia rusa de danza. Allí la recibe el profesor Bojinski, un hombre de fama dura. Exigente hasta la crueldad, rígido en sus planteamientos sobre el ballet clásico. Desde el principio se traza la metáfora que recorrerá la obra: el maestro es el arco, la niña es la flecha. Él la tensa, la somete a disciplina, le transmite no solo una técnica sino una visión del arte, y en esa tensión la niña crece y se proyecta hacia un futuro incierto. Esa metáfora, tan antigua como la vida misma podría haber dado lugar a un relato poderoso, lleno de matices, en el que se exploraran las complejas relaciones entre maestro y discípulo, entre arte y vida, entre exigencia y libertad. Y en parte lo hace. Hay momentos en que Vivès logra capturar con apenas unas líneas la severidad de Bojinski, el miedo reverencial de Polina, la belleza ascética de la danza como entrega absoluta.

Lo que en principio parece una historia sobre el aprendizaje y la formación, pronto deriva en una sucesión de viñetas de ceños fruncidos y pasos de ballet, de miradas intensas y silencios prolongados. Vivès confía tanto en su capacidad de sugerir que acaba por olvidar la necesidad de construir. La trama avanza a saltos, como si cada etapa de la vida de Polina fuera apenas un esbozo, un fragmento suelto. La vemos pasar de la academia al teatro, del teatro a la compañía contemporánea, de la compañía a sus experimentos artísticos en el extranjero, y en cada transición los personajes secundarios entran y salen sin dejar huella. La madre, apenas apuntada. Alexei, el novio, casi un fantasma. Los compañeros alemanes, presencias efímeras. Nadie permanece lo suficiente para que podamos sentir una relación real. Y cuando al final se nos quiere conmover con un triángulo amoroso, el resultado es insípido. Apenas conocemos a los implicados, apenas nos importa lo que pase.

El gran problema es el tiempo narrativo. Todo ocurre demasiado deprisa, sin densidad. En lugar de acompañar a Polina en un proceso de maduración, lo que tenemos es un álbum de instantáneas. Lo que podría haber sido un viaje vital lleno de obstáculos y descubrimientos se convierte en un catálogo de escenas bellas pero superficiales. Se diría que Vivès, en su afán por ser minimalista, acaba vaciando la historia de sustancia. A ello se suma el estilo gráfico. El blanco y negro, el trazo mínimo, la renuncia casi total a los fondos, la estilización de los cuerpos. Todo ello podría funcionar como recurso expresivo, y en algunos momentos lo hace, capturando con gracia la fluidez de la danza o la tensión de un salto. Pero cuando esa opción se convierte en norma absoluta, lo que transmite es frialdad. La danza es sudor, es carne, es respiración entrecortada, es esfuerzo físico llevado al límite. Nada de eso está en Polina. Aquí la danza es un espectro, una abstracción. Todo es demasiado limpio, demasiado etéreo. Lo mismo sucede con los rostros. Todos están reducidos a unos trazos que apenas sugieren una identidad, se convierten en figuras intercambiables. Con la excepción de Polina y Bojinski, reconocer quién habla en una viñeta es un reto. Y cuando los amigos cambian cada cincuenta páginas, el desconcierto es aún mayor.

Lo paradójico es que Polina parecía, al inicio, una oportunidad para que Vivès rompiera con sus obsesiones de siempre. Sus obras previas, centradas en adolescentes, en dramas sentimentales de corte sofisticado pero un tanto caprichoso, podían entenderse como el fruto de un autor joven, todavía atrapado en la nostalgia de la juventud. Este tebeo, en cambio, apuntaba a un territorio más amplio. El aprendizaje, la disciplina, la relación entre generaciones, el precio del arte. Sin embargo, el resultado vuelve a caer en lo mismo. Puede que la historia, en lo personal, no me atrape con la intensidad que esperaba. Puede que su tono pausado y sus silencios me resulten más contemplativos de lo que suelo buscar en un relato de formación. Pero el cómic, en su conjunto, transmite una sensibilidad única, y eso es mérito absoluto de Bastien Vivès. Demuestra su mirada íntima hacia la disciplina, el sacrificio y la belleza escondida en lo cotidiano.

Al cerrar este comic, editado por Diábolo Ediciones, me quedo con una sensación extraña. Como si hubiera asistido a un ensayo general en el que todo estaba bien colocado, pero en el que faltaba la chispa de la representación real. Y es una pena, porque Vivès tiene talento de sobra, pero parece empeñado en perseguir la perfección formal en lugar de entregarse a la imperfección de la experiencia humana. Quizá en eso radica la diferencia entre un dibujo perfecto y una historia que de verdad te toca. Y como Polina demuestra, que lo difícil del arte es que se transmita con muy pocos movimientos.

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