
El segundo número de «Chaos Game» (カオスゲーム) de Daiki Yamazaki es como recibir un puñetazo en mitad de la frente justo cuando creías haber encontrado el equilibrio tras el primer episodio. Yamazaki juega a ser dios y titiritero al mismo tiempo. No da tregua. Aquí no se trata de un simple juego de supervivencia al estilo “ya lo he visto mil veces”, sino de una maquinaria que se alimenta de las paranoias más íntimas de sus personajes. Si el debut nos dejaba en una especie de limbo tenso, este segundo tomo es la caída al vacío con las uñas rotas, intentando aferrarse a lo que sea.
La trama, sin desvelar demasiado, aprieta los engranajes del “juego” y obliga a cada participante a mostrar sus grietas más desagradables. Este mangaka introduce nuevas reglas, o mejor dicho, hace que el propio lector sospeche que las reglas que creía conocer son sólo una fachada. El engaño, la manipulación y la desesperación dejan de ser simples recursos narrativos y se convierten en atmósfera, en un aire que se respira página a página y que asfixia tanto como intriga. Y en medio de esa tensión, surge un momento decisivo que eleva todavía más el misterio. Las extrañas señales que aparecen en la piel de Ran Suzuki cambian sin previo aviso. Hasta ahora parecían formar parte del sistema impuesto por el “juego”, como marcas que delimitaban su rol en el tablero macabro. Pero en este segundo número se transforman, mutan, y lo hacen de un modo que desconcierta tanto a los personajes como al lector. Nadie explica qué significan, no hay pista ni regla escrita que justifique el fenómeno. Es precisamente esa ausencia de respuestas lo que convierte la escena en un momento magnético. Surgen preguntas a medida que avanzamos: ¿Es un error en la programación del juego? ¿Una señal de que Ran ocupa un lugar especial en la partida? ¿O el primer aviso de que las verdaderas reglas son otras, más profundas y perversas de lo que creemos? Este giro es brillante porque refuerza la sensación de incertidumbre total. Ran, al mismo tiempo víctima y enigma, queda marcada como un personaje cuya importancia podría ir mucho más allá de lo evidente.

En cuanto al dibujo, se consolida. No hay nada “limpio” en sus trazos, todo es filo, contraste y tensión. Los rostros deformados por el miedo, las miradas cargadas de sospecha, los encuadres que parecen cortar las viñetas como cuchilladas. Todo está pensado para incomodar, para mantenerte en alerta. Incluso cuando la acción se detiene en silencios o en escenas más “estáticas”, se siente una vibración incómoda. Como si algo estuviera a punto de estallar. Esa cualidad es, probablemente, la gran virtud de Yamazaki. Convierte lo cotidiano en terreno minado.
Lo que de verdad hace que este segundo número se quede grabado en la memoria es cómo Yamazaki deja la sensación de que aún no hemos visto nada. La transformación de las señales en la piel de Ran Suzuki no es un simple recurso visual ni un detalle estético para aumentar la tensión; es el equivalente narrativo a una bomba de relojería que empieza a sonar en mitad de la sala. Ran ya no es únicamente una participante atrapada en un juego sádico, sino un enigma en sí misma. Las marcas, que antes parecían etiquetas frías y mecánicas, ahora mutan de manera imprevisible, como si respondieran a impulsos invisibles. Y lo más inquietante es que ni ella ni el lector tienen un mapa para descifrarlas. Lo único claro es que han cambiado… y que ese cambio anuncia que el tablero mismo está vivo.

Este manga, editado por Héroes de Papel, no es simplemente la continuación de una serie intrigante. Es el verdadero punto en el que el lector entiende que el juego no es sólo externo, sino interno. Chaos Game demuestra que no quiere ser una copia de manual ni una rutina sangrienta. Es un relato que combina el vértigo de lo imprevisible con la crudeza del miedo más íntimo. Y si esas señales en Ran son el inicio de algo mucho más grande, podemos estar seguros de que Yamazaki nos tiene reservadas revelaciones capaces de sacudir todo lo que creemos entender. Lo mejor es que aún no sabemos si Ran es la salvación o la condena. Ese dilema basta para convertir la espera del próximo tomo en una tortura deliciosa.
