
Si había un personaje que parecía condenado a convertirse en leyenda espectral de los ochenta, ese era ROM, el caballero del espacio. Un héroe plateado que nació como juguete y que encontró su verdadera gloria en el cómic. Ahora Panini, Marvel y Hasbro nos devuelven su primera etapa en este imponente Marvel Omnibus que aglutina lo publicado entre 1979 al 1982. El regreso no se vive solo como un rescate editorial, sino como la recuperación de un trozo de memoria colectiva. Un pedazo de aquellas viñetas que marcaron a una generación que, entre kioscos y grapas, descubrió que incluso lo que había nacido como un artefacto de plástico podía convertirse en mito gracias al poder de los comics. Lo más sorprendente es que no hablamos de un pastiche o de una curiosidad arqueológica. Hablamos de una obra que en su momento se coló de lleno en el tejido del Universo Marvel, dejando huellas que todavía hoy resuenan en los rincones más inesperados de sus sagas cósmicas.
Este primer tomo recopila los números 1 al 29 de la serie junto al cruce con Power Man/Iron Fist #73. Con esa selección uno ya puede apreciar en plenitud el pulso narrativo de Bill Mantlo. Un guionista que siempre supo convertir lo improbable en trascendente. Además del arte de Sal Buscema, que a fuerza de oficio y garra consiguió darle cuerpo, músculo y dramatismo a lo que en principio no era más que un diseño de juguete bastante limitado. Si uno se detiene a pensar, resulta fascinante. La creación de Mantlo y Buscema transformó a un muñeco que chirriaba en las estanterías en un caballero trágico. Un cruzado melancólico que, armado con su neutralizador, dedicaba su existencia a una misión que jamás acabaría. La de erradicar a los malditos espectros espaciales que se infiltraban en la Tierra bajo formas humanas. Corrompiendo comunidades enteras y convirtiendo la lucha de ROM en una guerra secreta.

Ese es el tono que diferencia a la serie desde su número uno (con portada de Frank Miller y Joe Rubinstein, por cierto). Una forma de tragedia y soledad. Un héroe condenado a combatir en un planeta que lo observa como monstruo. Que lo teme porque no entiende que cada vez que usa su neutralizador hace desaparecer a alguien. Lo que está borrando no es un inocente, sino a un parásito interdimensional disfrazado. Los lectores lo sabemos y ahí está la gran jugada de Mantlo. La serie se construye como un relato de paranoia, en el que los humanos desconfían del héroe. Los espectros pueden estar en cualquier parte y en el que ROM, el extraño de Galador, libra una cruzada invisible que lo convierte en incomprendido, en proscrito y mártir. Es un concepto que en 1979 se adelantaba a la fiebre por los invasores ocultos, el terror de la sustitución y la conspiración global.
Pero si algo brilla en este tomo es el modo en que la serie no tardó en conectarse con la médula del Universo Marvel. Ahora estamos muy acostumbrados a los cruces entre personajes, pero en esta época empezó a ser habitual. Apariciones como Sota de Corazones, Nova, Los Cuatro Fantásticos o Lobezno se cruzaban con el caballero del espacio de manera no forzada. ROM se insertaba así como un engranaje más de ese cosmos compartido. Aportando un tono de terror cósmico y lucha secreta que complementaba a la perfección el frenesí superheroico. El cruce con Power Man y Puño de Hierro es un ejemplo delicioso de cómo la serie se abría al resto del Universo 616. Ese número, guionizado por Jo Duffy y dibujado por Greg LaRocque relata el enfrentamiento de Luke Cage y Danny Rand con un “robot” al que creen enemigo, para luego descubrir la magnitud de la amenaza que combate no es tal. Este número condensa en un solo episodio la esencia de ROM y de muchos cruces entre personajes de la casa de las ideas: Incomprensión inicial, choque de mundos y, finalmente, respeto ganado a pulso. Son estos cruces los que cimentaron su pertenencia al entramado marvelita. aunque durante décadas, por cuestiones legales de derechos de autor, se hayan mantenido en un limbo editorial.

Lo más sorprendente de esta relectura es que la serie no envejece como cabría esperar de un cómic nacido de una licencia juguetera. Todo lo contrario. El tono melancólico de ROM, su condición de extranjero condenado. Su incapacidad para volver a ser humano. Recordemos que ROM era originalmente un galadoriano que sacrificó su cuerpo orgánico para convertirse en guerrero cibernético. Cada aventura, incluso las más pulp, rezuma esa carga existencial. ROM no lucha por gloria, ni siquiera por esperanza. Lucha porque si no lo hace, la humanidad será devorada desde dentro. Ese fatalismo, ese heroísmo desesperado, lo elevó muy por encima de sus otros personajes que venían del mundo del juguete.
En estas primeras veintinueve entregas ya se aprecia cómo Mantlo dosifica la tragedia personal con la épica de la acción. Vemos a ROM enfrentar a ejércitos disfrazados. Luchar contra criaturas que mezclan mutantes y alienígenas. Incluso relacionarse con humanos que despiertan en él un eco de la vida que perdió. Ahí entra en juego uno de los elementos más conmovedores de la serie. Su relación con Brandy Clark. La joven que se convierte en la voz humana de su tragedia. En su confidente y, poco a poco, en su imposible amor. La dinámica entre un héroe atrapado en una coraza metálica y una mujer que ve más allá de la apariencia recuerda inevitablemente a la Bella y la Bestia. Por otra parte, los diálogos a veces son grandilocuentes, con ese estilo de narración en el que cada pensamiento debía quedar explicado en bocadillos de texto. Lejos de ser un lastre, hoy se disfrutan como parte del encanto. Como un eco de una Marvel que aún estaba encontrando la madurez sin renunciar a su naturaleza cambiante. Por destacar algo diferente al resto está el número 25, con guion de Steven Grant y dibujo de Greg LaRocque. En esa entrega ROM vive una de esas historias que funcionan como un respiro entre batallas cósmicas. Grant aporta un tono más ligero, mientras que LaRocque le da un aire dinámico y expresivo al caballero espacial. Alejándose del dramatismo habitual. No es el capítulo más trascendental de la serie, pero sí una curiosidad refrescante que demuestra cómo distintos autores podían aportar matices inesperados a la epopeya del personaje.

En el aspecto gráfico, el dibujo de Sal Buscema en esta primera etapa merece un apartado especial. No solo porque logra que ROM, con un diseño en origen rígido y con limitaciones claras, se convierta en un personaje expresivo y dinámico. Sus viñetas transmiten movimiento. Energía cinética. Esos característicos rostros tensos y ese dominio del lenguaje corporal que lo convirtió en uno de los pilares de Marvel. Es fascinante cómo consigue que ROM, sin ojos visibles ni boca, logre transmitir tristeza, determinación o furia. El héroe es un cascarón metálico, sí, pero gracias al trazo de Buscema se convierte en un ser dotado de alma. En un mártir de acero que el lector siente cercano.
Este ómnibus, editado por Panini Comics con traducción de Raúl Sastre y Estudio Din&Mita, no es solo un capricho nostálgico. Es la reivindicación de un clásico olvidado. Que se demuestra ya con las elecciones para ilustrar la portada: la primera edición contaba con la del legendario #1 de Miller y Rubinstein, mientras que la segunda se distingue con de una ilustración de George Pérez.

Como se puede comprobar en este volumen, incluso un producto nacido de la mercadotecnia (con una repercusión discreta como juguete) puede trascender cuando cae en manos de autores inspirados. Es la prueba de que la grandeza de Marvel no residía solo en Spiderman, los Vengadores o la Patrulla-X. Sino también en esas series que, con el tiempo, se convirtieron en joyas ocultas. Por otro lado, estas páginas son un recordatorio de que los héroes más solitarios, los más trágicos, los que nunca encuentran descanso, son los que más nos marcan. Por eso, leer hoy estos 29 números iniciales no es solo revivir una etapa editorial, es reencontrarse con esas emociones. Es escuchar de nuevo el zumbido del neutralizador. Es sentir la tensión de no saber quién es humano y quién no. Es compartir la soledad de un caballero de las estrellas que jamás podrá quitarse la armadura. Al pasar la última página, uno no puede evitar pensar que, como lectores, hemos recuperado algo más que un cómic. Hemos recuperado un fragmento de nuestra propia infancia, de ese tiempo en que las grapas llegaban a las manos con el poder de abrir universos enteros. Ahora no nos queda más que esperar la continuación de estos tomos de «ROM: La Etapa Original«. y seguir disfrutando.
