Benito Boniato: La saga de los Boniato. Humor sano que es oro

Hay tebeos que huelen a bocadillo de nocilla, a pupitre manchado con típex, a tardes de lluvia viendo Barrio Sésamo y a esa España que a comienzos de los ochenta todavía andaba un poco desorientada. Todo eso unido es «Benito Boniato: La saga de los Boniato«, pero en viñetas. Un viaje al pasado que no te lanza a la Edad de Piedra ni a una galaxia muy, muy lejana, sino al recreo del instituto. A la bronca por suspender mates, a los Renault 5 y a esas batallas domésticas con los padres que siempre tenían el comodín de “en esta casa se hace lo que yo diga”. Y lo hace con humor, con ternura y con una retranca fina que convierte cada página en un pequeño fósil de la cultura popular de la época.

Los hermanos Carlos y Luis Fresno firmaron con Benito Boniato algo muy curioso. Una serie de humor que, sin grandes aspavientos, era un fresco social tan preciso de una época. No es gamberrismo pasado de rosca ni el surrealismo marciano. Lo suyo es la mirada de alguien que observa la vida real y la transforma en chiste. Como vemos según avanzamos en las páginas, muchos personajes son de todo menos serios. El hermano pequeño Julito es el clásico petardo que lo mismo te roba las canicas que te delata ante tus padres. Los amigos Luis y Quintalón encarnando un arquetipo adolescente reconocible al instante. Y luego está Benito, ese chaval que se enfrenta a los dramas más universales de la edad: la vergüenza ajena, los exámenes, los líos en el instituto y la eterna sensación de que tus padres son de otra especie. Por todo eso, el contexto importa. Benito Boniato nació en 1976 y los números que tenemos entre manos se ubicarían cronológicamente entre febrero de 1981 y agosto de 1982 en la revista «Zipi y Zape» de Bruguera. Siendo el tercer volumen de la serie. Es decir, en plena madurez de los personajes como de los autores. Aunque este primer tomo este colocado de tal manera que respecta a la perfección la trayectoria del personaje.

Son páginas que tienen reflejo del momento cultural que vivía España: la tele comenzaba a destaparse, los grupos de la “movida” empezaban a sonar, pero en la calle los niños y adolescentes seguían viviendo con códigos muy distintos a los de hoy. Nada de móviles, nada de redes sociales. La aventura era ir en bici hasta el descampado, jugar un partido de fútbol improvisado o descubrir que los de la mili estaban de maniobras por el campo. En ese caldo de cultivo, los Fresno crearon a Benito, a Julito y a ese ecosistema de personajes que hoy parecen familiares y todo ese paisaje de instituto que tan bien retrata las alegrías y miserias de la adolescencia. De ahí que el humor de Benito Boniato tenga un pie en lo costumbrista y otro en lo universal. Porque, aunque el cómic esté plagado de detalles muy de su época: el peinado de Benito, los chándales de gimnasia, los exámenes escritos a boli Bic, incluso que se te pinche la rueda del seiscientos, las situaciones siguen siendo reconocibles consiguiendo atraer tanto a aquellos que lo vivieron como a nuevo público.

Uno de los grandes aciertos de Benito Boniato es su dibujo. Carlos y Luis Fresno tenían un pie puesto en la escuela franco-belga, y se nota. La influencia de Franquin está ahí, clarísima, pero nunca como una copia servil, sino como una inspiración bien digerida. El trazo es limpio, las viñetas respiran, los personajes tienen esa elasticidad perfecta para el humor gráfico. La línea que utilizan tiene algo maravilloso, hace que todo parezca fácil y natural. Pero quien haya intentado dibujar humor sabe que es justo lo contrario. Cada gesto, cada ceja arqueada, cada curva en la boca de un personaje está calculada para arrancar una sonrisa. Y eso los Fresno lo dominan con una elegancia tremenda. Además, hay un detalle que merece ser aplaudido: el color. Gracias al trabajo de Antonio Moreno y Choni Sierra se ha conseguido en esta nueva edición una restauración de las páginas con un respeto absoluto, manteniendo ese estilo de colores primarios que huele a tebeo de kiosco, pero sin las imperfecciones de impresión que tenían aquellos ejemplares. El resultado es un equilibrio precioso entre lo nostálgico y lo moderno: se ve como lo recuerdas… pero mejor.

En cuanto a la edición, Dolmen consigue publicar un gran tomo. No estamos hablando de un simple recopilatorio, sino de una edición cuidada, mimada, con 230 páginas. Con dos historias largas: La saga de los Boniato (casi una epopeya familiar en clave de chiste) y Olimpiada Estudiantil (una parodia de la fiebre por el deporte olímpico que es tan vigente hoy como en los 80). Así como multitud de historias cortas que se leen de un tirón y dejan el regusto de los grandes gags de siempre. Por eso, es fascinante comprobar que el humor de Benito Boniato no ha envejecido mal. Hay detalles que nos anclan a otra época, pero la base de la risa está intacta. ¿Por qué? Porque los temas que trata no caducan: la adolescencia, la familia, la amistad, el colegio son cosas que todos vivimos, en 1981 y en 2025. Y aquí está la clave. Además, los Fresno no hacen un humor cruel. Hacen un humor cariñoso con mala leche. Nunca ridiculizan a sus personajes hasta dejarlos sin alma, pero tampoco los idealizan. Benito mete la pata, Julito es un trasto, los padres pierden la paciencia y en esa imperfección está la risa. Además, hay un punto de ingenuidad. Los gags parecen inocentes, casi blancos, pero tienen un veneno sutil. Esa chispa de ironía que hace que, además de sonreír, pienses “qué bien visto está esto”.

Quizá alguien podría pensar: “Bueno, es un tebeo simpático de los 80, nada más”. Y no. No es “nada más”. Porque estas páginas representan una forma de hacer humor gráfico que, en España, no tuvo tantas voces como debería. La influencia franco-belga está clara pero el toque español lo hace único. Además, hay un mérito enorme en haber captado el espíritu de la adolescencia de una manera tan precisa. Benito no es un héroe, ni falta que hace. Es el reflejo de lo que todos fuimos. Un manojo de inseguridades, ilusiones, torpezas y pequeños triunfos. Y, como colofón, este primer tomo de Benito Boniato tiene un mérito que hoy es raro: hace reír sin ser cínico. No necesita sarcasmo ácido ni referencias ocultas para adultos. Hace humor limpio, pero inteligente. Y eso, cuarenta años después, sigue siendo oro.

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