Cuando se juntan Jim Starlin y Berni Wrightson, uno espera fuegos artificiales, monstruos que piensan demasiado, combates colosales y, si hay suerte, algo de sátira metida entre viñetas. Pero «The Big Change«, o, como se ha traducido en España, «El Increíble Hulk y la Cosa» es algo más extraño todavía. Es una aventura entre colegas que comienza como un terremoto en Nueva York y acaba como una excursión interplanetaria absurda, surrealista y completamente encantadora. Es como si alguien hubiese cruzado «El Quinto Elemento«, «Futurama» y la película de «Tango y Cash«, dando como resultado esta novela gráfica de 64 páginas, publicada originalmente en 1987 como parte de la colección Marvel Graphic Novel.

En las primeras páginas, antes de que la locura cósmica estalle por completo, los autores nos regalan una introducción deliciosamente terrenal, digna de los mejores arranques de un tebeo de aventuras. Por un lado tenemos a Ben Grimm, alias La Cosa, caminando por la calle Yancy, su icónico barrio del Bajo Manhattan, mascullando insultos, buscando pelea como quien busca café. No hay villanos, no hay amenazas. Solo un día cualquiera en el que La Cosa, harto del mundo y de sí mismo, camina con esa mezcla de resignación y mal genio que define al personaje. Está de morros, quiere desahogarse, y si eso implica darle un par de sopapos a algún rufián, mejor que mejor. No es que busque lío, es que el lío lo busca a él… o al menos eso se dice.
En paralelo, a kilómetros de distancia, Bruce Banner atraviesa el desierto como alma que lleva el diablo. Pero no está conduciendo ni caminando: está dando saltos colosales, esas legendarias zancadas de Hulk que lo lanzan como un proyectil verde de montaña en montaña, de cañón en cañón, en una coreografía de furia contenida. Cada salto es una protesta, un estallido. Banner no huye de nadie en concreto, pero huye de sí mismo a cada segundo. Hasta que el cielo se parte con un rayo tractor, un relámpago de luz que lo arrastra sin previo aviso hacia el espacio exterior. Y no está solo. Aquel mismo rayo atrapa también a La Cosa en medio de la calle Yancy, interrumpiendo su caminata malhumorada y arrancándolo del suelo neoyorquino como si fuera un muñeco de arcilla. Ambos, sin entender nada, desaparecen de la Tierra en cuestión de segundos, convertidos en invitados involuntarios de una aventura que no pidieron. La siguiente parada: Maltriculon.

Un mundo dedicado al comercio, una civilización entera que gira alrededor del intercambio, el valor de mercado, la especulación y, sobre todo, la terraformación. Sus habitantes no solo dominan la tecnología de remodelar mundos, sino que también tienen una especial fascinación por las historias cósmicas de la Tierra, y más concretamente, por aquellos seres sobrehumanos cuyas leyendas llegan a oídos de culturas lejanas como si fueran mitos modernos. Y entre esos mitos, claro, Hulk y La Cosa ocupan un lugar privilegiado. Los alienígenas consideran a estos dos titanes como material de primera para su nueva misión. Desde aquí, la historia se convierte en una comedia de enredos cósmicos con peleas, sarcasmo y crítica social camuflada en naves espaciales y monstruos parlantes. Hulk gruñe, La Cosa refunfuña, los terraformadores maquinan. Ninguno sabe muy bien qué está pasando, pero todos saben que va a haber caos, puñetazos y probablemente algún edificio destruido. Es la naturaleza de estos personajes. Y Maltriculon, aunque avanzado en tecnología, no está preparado para lidiar con dos de las criaturas más impredecibles del universo Marvel.
Y qué decir del arte: Berni Wrightson se lo pasa bomba. Aquí se aleja de su estilo más tenebroso para dar rienda suelta a un trazo más caricaturesco, expresivo y libre. Su Hulk es una montaña de músculos torcidos y ojos desorbitados. Su Cosa es una mole de ladrillos vivientes que oscila entre el sarcasmo de tipo duro y la comedia corporal. Pero donde Wrightson se desata es en el diseño del planeta alienígena: criaturas amorfas, edificios orgánicos, paisajes que parecen pinturas de ácido lisérgico. Cada página está cargada de detalles, de formas que se retuercen, de explosiones de color que casi huelen a tinta fresca de los ’80.

Starlin, por su parte, escribe con desparpajo y ligereza. Lejos de las complejas tramas cósmicas de Warlock o del «Guantelete del Infinito». Aquí se dedica a disfrutar de la premisa y exprimirla al máximo. Los diálogos son puro dinamismo: chispeantes, llenos de pullas entre los protagonistas, con frases lapidarias y un sentido del ritmo cómico perfecto. La historia no se detiene a explicar demasiado; todo ocurre en movimiento. No hay flashbacks, ni monólogos interiores introspectivos. Solo acción, humor y una idea clara: si pones a dos tipos que no se aguantan a resolver un problema imposible en un lugar que no comprenden, el caos resultante puede ser glorioso.
Este tebeo, editado por Panini, es una rareza dentro del catálogo Marvel. Una historia que no necesita conexión con ningún evento. Que no busca establecer continuidad ni consecuencias duraderas. Solo quiere divertir. Y lo hace a lo grande. Hay persecuciones ridículas, un villano que parece salido de un episodio de los Masters del Universo, pulpos sombrero y una escena final que resuelve el conflicto con un aderezo indescriptible. Así que ya lo sabes: si alguna vez te sientes perdido, incomprendido o a punto de estallar… piensa en «Hulk y La Cosa«. Ellos también están así casi siempre. Pero al menos, se lo pasan en grande mientras rompen cosas.
