Hay algo hipnótico en la manera en que «Doce» («Douze») te atrapa desde la primera viñeta, como una invitación escrita con tinta negra y sangre seca. Herik Hanna y Hervé Boivin no solo nos arrastran a un hotel perdido en las montañas (con ciertos parecidos al hotel de la novela «El Resplandor» de Stephen King) sino que nos convierten en voyeurs privilegiados de un ritual que huele a pólvora, whisky caro y traición. Los autores han construido un thriller de 80 páginas que se comporta como un puzle macabro, un juego de mesa donde las piezas sangran y gritan cuando las colocas. Y, desde luego, pocas veces un volumen único había dejado esta sensación de tensión contenida, como si el propio lector formara parte de la lista de invitados de la Hidra.

Porque eso es Doce: una invitación a la violencia más refinada, una velada donde nadie tiene asegurado el postre. El planteamiento no podía ser más sencillo ni más efectivo: doce asesinos, doce profesionales de la muerte, reunidos en un hotel de lujo perdido en los Alpes. Allí, un anfitrión enmascarado los sienta a una mesa con manteles de lino y cubiertos de plata para ofrecerles algo más que una cena: un juego. Una prueba. Un ajuste de cuentas. El hotel, como un coloso silencioso, es testigo de miradas cargadas de sospecha, de silencios espesos que huelen a pólvora y traición, de manos que se crispan sobre las copas de vino como si apretaran ya un gatillo invisible.
Herik Hanna sabe jugar sus cartas. Con un tempo narrativo impecable, dedica la mayor parte de la obra a presentarnos a estos doce desconocidos. Y qué doce: Policías corruptos, sicarios de carteles latinoamericanos, agentes gubernamentales caídos en desgracia, francotiradores de élite con demasiado bagaje a sus espaldas… Todos ellos llevan la muerte a cuestas como una segunda piel. Pero Hanna no se contenta con perfilar estereotipos: los construye con trazos precisos, casi quirúrgicos, dejando que cada diálogo, cada gesto y cada recuerdo compartido en la mesa revele capas ocultas de estos personajes. Son la encarnación de lo peor de la naturaleza humana, y eso es lo que los hace fascinantes. No hay héroes aquí. Ni moral. Solo monstruos midiendo fuerzas. Y sin embargo, el lector se descubre tomando partido. Tal vez por el exagente que parece arrastrar un código de honor a medio pudrir. O por la sicaria que oculta tras su máscara de indiferencia una herida que aún supura. O por el veterano que ya no busca contratos, sino redención. Es un efecto perverso y delicioso: sabemos que son escoria, y aun así elegimos favoritos, como si en el fondo quisiéramos verlos sobrevivir.

En el aspecto gráfico, el dibujo de Hervé Boivin es vital para este efecto. Su trazo es limpio pero cargado de fuerza, y cada personaje es perfectamente distinguible gracias a un diseño cuidadoso: rasgos faciales únicos, posturas corporales diferenciadas, gestos y miradas que transmiten más que mil palabras. Hay una coreografía casi teatral en la manera en que Boivin distribuye a los doce en la mesa, cómo juega con el espacio del hotel, cómo usa las sombras alargadas en los pasillos para sugerir amenazas inminentes. El hotel se convierte así en un personaje más, un monstruo de piedra y madera con pasillos que parecen respirar, con salones que susurran promesas de muerte. A todo ello se suma el trabajo de Gaétan Georges en el color. Su paleta de tonos rojizos y ocres envuelve la historia en una calidez engañosa. Los cálidos reflejos del fuego en la chimenea contrastan con la frialdad de los diálogos. La sangre, cuando finalmente aparece, estalla en la página con un rojo que parece más intenso por el contraste con los tonos apagados del resto del álbum. Es un recurso inteligente, casi subliminal, que aumenta el impacto visual de cada momento de violencia.
La violencia es inevitable en Doce. Durante dos tercios del cómic, la tensión se acumula como gas en una habitación cerrada. El lector sabe que basta una chispa para que todo vuele por los aires. Y cuando la chispa llega, el clímax es un festival de pólvora y sangre que no decepciona. Hanna y Boivin ejecutan la secuencia final con un sentido del ritmo endiablado: viñetas que se suceden como ráfagas de metralleta, cuerpos que caen, traiciones que se revelan, alianzas que se rompen en un instante. Es brutal. Es hermoso. Es imposible apartar la vista. Y con un final que es mejor no develar para que se disfrute más del comic.

La edición española de Tengu Ediciones, con traducción de Gabriel Álvarez Martínez, hace justicia a la obra. El formato álbum, el cartoné robusto, la cinta de lectura y la portada minimalista con su blanco, negro y dorado invitan a colocar «Doce» en un lugar de honor en la estantería. Es un cómic que sabe cuándo entrar y cuándo salir. Lo hace con la elegancia de un asesino profesional que no deja huellas, pero también con la brutalidad de un ajuste de cuentas sin piedad. No hay cabos sueltos ni promesas incumplidas: aquí todo tiene un principio y un final, como la última cena de doce depredadores que saben que solo puede quedar uno en pie. Esa condición de volumen único también le otorga un valor añadido. Es una lectura autoconclusiva que se puede saborear en una tarde, pero cuya intensidad y detalle invitan a ser revisitada una y otra vez, cazando esas pequeñas pistas que Hanna y Boivin sembraron con precisión quirúrgica. Es un tomo que no pide compromiso a largo plazo, pero que ofrece una experiencia narrativa completa y satisfactoria. Así que, si buscas una historia que no te ate a interminables colecciones ni a tramas diluidas en decenas de entregas, «Doce» es la elección perfecta. Un festín sangriento servido en bandeja de plata, con cada página cuidadosamente preparada para sorprender, intrigar y golpear.
