Hay cómics que uno abre como quien enciende una linterna en la noche y hay cómics que son antorchas prendidas en medio de un vendaval: te abrasan, te ciegan, te obligan a caminar más allá de donde creías que había camino. Por las páginas del volumen número 15 de la Biblioteca Conan El Bárbaro son una de esas teas que nunca se apagan. No es solamente un tomo de Panini Cómics que recoge seis números clásicos de la etapa Marvel del #83 al #88 más el Annual #3. No es solo papel, tinta y nostalgia editorial cuidadosamente encuadernada. Es un artefacto arcano, una máquina del tiempo que al abrirla no emite un zumbido tecnológico, sino un bramido bárbaro que te lanza de cabeza a la Era Hyboria. Sientes el golpe seco del aire de Stygia, el olor agrio de la jungla mojada, la arena del desierto pegándose al sudor de tu frente. Lo abres, y de repente ya no estás en tu salón ni en el metro ni en el sofá. Estás oyendo tambores en la distancia y el rugido de halcones gigantes sobre tu cabeza.

El tomo nos trae un desfile de maravillas y terrores: magia negra, junglas malditas, pirámides estigias, halcones gigantes y criaturas bestiales. En estas páginas no hay un segundo de respiro. Thomas, que conocía los textos de Robert E. Howard como un sacerdote conoce los salmos, manejó el guion como un alquimista mezclando pócimas de aventura y oscuridad. Aquí se siente su respeto absoluto por el material original, pero también su habilidad para expandirlo, para convertir cada historia en una pieza de un mosaico mayor: un tapiz épico en el que Conan es tanto el hilo que une como la espada que corta. Pero si hablamos de presencias que sacuden el tomo, no podemos obviar a Bêlit, la Reina de la Costa Negra. Su regreso es un golpe al corazón y un estremecimiento en la columna. Bêlit no es un personaje: es un mito envuelto en carne y sombra. Su figura proyecta un aura casi sobrenatural, y verla regresar en estas páginas es sentir que una tormenta cruza el horizonte. Es la amante, la pirata, el espectro que vuelve a luchar “contra las hordas del Infierno” como si su espíritu estuviera condenado a cruzar océanos de tinta y fuego. En sus apariciones hay un temblor: un recordatorio de que Conan, pese a su brutalidad, no es inmune a la pérdida ni al amor. Ni tampoco al recuerdo de lo que se arranca de cuajo.
En este volumen, John Buscema volvía a casa. Y esa frase no es ni un poco inocente. Porque este autor no regresaba como un mero dibujante contratado para sacar adelante unas páginas. No. Volvió como un hijo pródigo que no regresa con las manos vacías, sino con el botín de mil batallas. Cada página dibujada por Big John es un recordatorio de que él no ilustraba a Conan, el dotaba de vida al Conan que dibujaba. Su trazo es musculoso, directo, feroz. Los brazos de Conan parecen hechos de roca y tendones; su espada parece un rayo a punto de caer sobre ti. Si Roy Thomas construyó para el cómic el mito con palabras, Buscema lo esculpió en piedra y tinta. Hay viñetas que te obligan a detenerte y mirarlas como si fueran un fresco arrancado de una tumba antigua, imágenes donde la violencia tiene belleza y la belleza tiene filo.

Por otro lado, Howard Chaykin, Ernie Chan y Tony DeZuñiga se sumaron a la fiesta como maestros de refuerzo. Chaykin, con su trazo algo insolente y siempre inquieto, aportó dinamismo, un aire casi anárquico en algunas páginas. DeZuñiga, en cambio, oscurecía las sombras, añadiendo capas de negrura, de profundidad, como si cada viñeta fuera un pozo donde acechan cosas que preferirías no ver. Incluso Ernie Chan, que desplegó todo su poderío para imponernos un arte de lo más bárbaro. El resultado es un cómic que no tiene un solo tono ni una única textura, sino que respira, cambia, te sorprende, como una jungla en la que cada sombra puede esconder una fiera distinta.
La edición de Panini, con traducción de Joan Josep Mussarra y Gonzalo Quesada, no solo recupera estos cómics restaurados con un respeto exquisito, sino que incluye los correos de lectores y las secciones editoriales de la época. Y eso, para cualquiera que ame el cómic como fenómeno cultural, es oro puro. Leer esos correos es como abrir una ventana a otra época: lectores debatiendo sobre la fidelidad de Roy Thomas a Howard, discutiendo si Conan debía ser más brutal o más filosófico, preguntándose si algún día veríamos a Conan enfrentarse a personajes de otras series. Esos correos y secciones editoriales son pequeñas cápsulas de tiempo, testimonios de que Conan no era solo un cómic: era un fenómeno vivo, un tema de conversación que cruzaba cartas, revistas y convenciones.

Este tomo también es una lección sobre la naturaleza misma del personaje. «Conan el Bárbaro» no es un superhéroe. No hay un símbolo en su pecho ni un juramento a la justicia. Conan no lucha por la “verdad” o el “bien”. Conan lucha porque está vivo, porque su sangre arde, porque el mundo está ahí para ser conquistado. En estas páginas, una vez más, lo vemos no como un salvador, sino como un hombre libre, un animal humano que no se arrodilla ante reyes ni dioses, que toma lo que quiere y que paga el precio, sea en oro o en cicatrices. Por eso al cerrar el tomo, te quedas con una sensación extraña: la de haber viajado, la de haber sudado y sangrado un poco junto al cimmerio. Y al mismo tiempo, la de que hay algo que sigue llamando desde estas páginas. Porque este cómic no termina cuando lo cierras. Su eco se queda. Te preguntas si volverás a ver a Bêlit y con la impresión de que Conan no se queda en las páginas: salta de ellas, se instala en tu memoria y te susurra que la próxima aventura ya está ahí, esperando que vuelvas a blandir la espada.
