
Hay pocas experiencias más inquietantes que mirarse en un espejo y no reconocerse. Esa sensación de extrañeza, de alienación absoluta, es el corazón palpitante de «El caso David Zimmerman» (Le cas David Zimmerman), el tebeo firmado por los hermanos Arthur y Lucas Harari. Pero no nos confundamos: este no es el típico relato de “cambio de cuerpo” que Hollywood nos ha servido en clave de comedia ligera o de ciencia ficción vistosa. Aquí no hay risas ni romances edulcorados. Lo que hay es un thriller psicológico que se desliza como un bisturí sobre los conceptos de identidad, deseo y pertenencia, y que deja al lector tan desorientado como su protagonista.
La historia arranca en París, pero no en el París de los clichés románticos, sino en uno más frío, casi inhóspito. David Zimmerman es un fotógrafo treintañero, retraído, tímido hasta la exasperación, un hombre que observa el mundo a través del objetivo de su cámara como si eso le diera permiso para no implicarse. La noche del 31 de diciembre, su único amigo le arrastra a una gran fiesta de Nochevieja. Hay música, luces estroboscópicas, cuerpos sudorosos moviéndose al ritmo de un DJ. Es un entorno que David tolera a duras penas, hasta que su mirada se cruza con la de una mujer enigmática. En ella hay algo magnético, casi hipnótico, que hace que él se olvide de su habitual aversión al contacto humano. Entre ellos surge un juego de seducción intenso, cargado de una tensión casi ritual. Terminan acostándose. Y entonces, la pesadilla.

Al amanecer, David despierta. Se siente extraño, aturdido. Su cuerpo responde con movimientos torpes, sus manos lucen diferentes. Corre al espejo y allí descubre el horror: el rostro que le devuelve la mirada no es el suyo. Es el de ella, la mujer de la noche anterior. Su voz, su piel, sus ojos… todo ha cambiado. Está atrapado en un cuerpo ajeno. Su vida, su identidad, han sido borradas de un plumazo. Lo que sigue es un descenso vertiginoso a los infiernos: una carrera desesperada por recuperar su cuerpo original mientras descubre que alguien más, ese “otro David”, ahora habita su piel, se mueve por el mundo con sus gestos y toma decisiones en su lugar.
Lo fascinante de esta historia es que, aunque la premisa podría sonar familiar (el intercambio de cuerpos es un tema recurrente en la ficción) pero los autores consiguen hacerla sentir completamente diferente. El relato se mueve entre varios niveles de lectura. Por un lado, funciona como un thriller impecable: hay tensión, giros argumentales, persecuciones por calles parisinas y descubrimientos inquietantes. Cada capítulo deja al lector con el corazón en un puño, avanzando página tras página casi sin respirar. Pero, por otro lado, hay una capa más profunda, casi filosófica, que explora qué significa ser uno mismo cuando tu cuerpo ya no te pertenece. Y de ahí surgen preguntas como: ¿Es nuestra identidad algo fijo, inmutable, o es tan volátil como la piel que nos envuelve? ¿Puede el deseo sobrevivir cuando la carne que lo despierta es otra? Muchas de ellas que no se pueden responder con facilidad ni el tebeo te da pie a una respuesta sencilla.

El planteamiento es casi cinematográfico, que juega con el desconcierto del protagonista y del lector. Y durante buena parte del relato, el guion funciona como un reloj suizo, alternando momentos de angustia pura con pausas contemplativas que permiten que la historia respire. Sin embargo, a medida que la trama avanza, aparecen ciertas tensiones entre las ambiciones del relato y su ejecución.
Por un lado, el guion parece obsesionado con no dar respuestas. ¿Es este intercambio de cuerpos una maldición? ¿Una metáfora sobre el género y la identidad? ¿o sobre una enfermedad de transmisión sexual? El guion flirtea con todas estas posibilidades, pero nunca termina de abrazar ninguna. Este juego con la ambigüedad puede ser fascinante para algunos lectores, pero también puede resultar frustrante para quienes esperan un desarrollo más sólido de la historia. Hay momentos en los que da la sensación de que la trama sacrifica la coherencia interna en aras de mantener el misterio. Pero eso no significa que este comic no brille en otros aspectos. El guion está salpicado de escenas memorables: las viñetas silenciosas en las que David contempla su nuevo reflejo; los encontronazos nocturnos por un París desangelado; el retrato de una ciudad contemporánea alejada de postales turísticas y más cercana al París del ciudadano de a pie. Grafitis como “Free Gaza” y muros desconchados que hablan tanto como los personajes. Y, sobre todo, hay una inteligencia latente en la forma en que se juega con los códigos del género para subvertirlos: cuando parece que el relato va a convertirse en un thriller de persecución clásico, lo transforma en una meditación sobre el yo; cuando podría caer en el melodrama, opta por un minimalismo emocional casi asfixiante. Algo que se podría considerar ciencia ficción se va convirtiendo en una dura realidad.

En el aspecto gráfico, el dibujo de Lucas Harari juega un papel fundamental en la creación de esta atmósfera. Su estilo es limpio, elegante, con líneas precisas y colores fríos que convierten París en ese personaje extra. El uso del color por parte de Roman Gigou merece una mención aparte: La paleta cromática, dominada por tonos azules y grises, refuerza la sensación de frialdad y desconexión. En las viñetas donde David se enfrenta a su reflejo o se pierde en la multitud parisina, el color actúa como un silencioso recordatorio de la alienación del protagonista. Hay escenas enteras sin diálogo, donde el silencio pesa tanto como las palabras. Esos momentos de pausa no son simples transiciones: son espacios para la reflexión, tanto para David como para el lector. Algo que consigue que la frase “mas vale una imagen que mil palabras” tenga todo el sentido del mundo.
En cuanto a la edición de Astiberri, con traducción de Rubén Lardín, es impecable. El formato en cartoné, a gran tamaño, permite apreciar la calidad de las ilustraciones y la riqueza de las composiciones. Las 360 páginas se leen fácilmente, pero no ofrecen algo fácil de olvidar. Y quizá ese sea el mayor logro de «El caso David Zimmerman«: no darnos respuestas sencillas, sino empujarnos a convivir con la duda, con el desasosiego de no saber nunca si nuestra identidad es algo sólido o una ilusión que se desmorona al menor golpe. Los Harari han creado un comic de suspense que parece una trampa de espejos, donde cada página refleja no solo a David, sino también nuestros miedos más íntimos: perder el control, perder el cuerpo, perderse a uno mismo. Cuando cerramos la última página, la pregunta permanece, susurrando como un eco en la mente: si mañana despertaras en otro cuerpo… ¿seguirías siendo tú?.
