Rogue Trooper: El Valle de las heridas. Regreso al viejo hogar

En un lugar sin futuro, donde la lluvia es ácida, el barro tiene memoria y el cielo huele a metal quemado, camina una sombra azul. No un hombre. No un mito. Una maldición. Su nombre es «Rogue Trooper» y su historia no se cuenta con palabras, sino con cadáveres. «El Valle de las Heridas» («Rogue Trooper: Blighty Valley«), esta nueva incursión escrita por Garth Ennis e ilustrada por Patrick Goddard, no es solo una continuación del mito, es una puñalada en la columna vertebral de la guerra, una sinfonía brutal en blanco y negro que raspa como metralla alojada en el cráneo.

Rogue Trooper nació en las páginas de 2000 AD como un grito desesperado contra el militarismo vacío, la deshumanización del soldado y el sinsentido de los conflictos sin fin. En esta ocasión, Dolmen Editorial rescata esa voz para convertirla en algo más: una pesadilla viva. Ennis, el guionista irlandés que ha dado forma a algunas de las obras más despiadadas del noveno arte, regresa al barro con un texto que apesta a sangre vieja, a gas venenoso y a culpa en estado puro. Porque si algo sabe hacer Ennis es describir la guerra desde dentro, no como espectáculo, sino como trauma colectivo.

La historia arranca, como tantas veces, en Tierra Nu. Pero no es la Tierra Nu que algunos lectores recordarán. Es más cruda, más rota, más cercana a una alegoría venenosa. Un paraíso terraformado y reducido a polvo, irradiado hasta el tuétano, donde solo sobreviven los soldados genéticos y los carros de combate que han olvidado su propósito. Rogue es el último de los suyos. Sus camaradas cayeron en una emboscada fruto de una traición, y ahora sus mentes sobreviven incrustadas en sus pertenencias: Helm en el casco, Bagman en la mochila y Gunnar en el rifle. Compañeros muertos, pero no del todo. Ecos de un pelotón fantasma que lo acompaña a todas partes, recordándole que está vivo para vengarse. Pero aquí Ennis introduce un giro tan loco como brillante: un agujero negro se traga a nuestro protagonista y lo escupe en otro infierno, uno con nombre y apellidos: Europa, 1917. La Primera Guerra Mundial. El barro y la sangre son los mismos, pero las armas son de otro tiempo. Las trincheras hierven de hombres condenados. El alambre de espino parece tener hambre. Y el cielo no cae por bombas orbitales, sino por artillería incansable. En este nuevo escenario, Rogue Trooper no es una anomalía: es una profecía. Una advertencia de hacia dónde se dirige la humanidad.

El encuentro entre Rogue y un pelotón británico atrapado en medio del frente es el núcleo del relato. Ennis lo construye con una cadencia brutal: no hay espacio para presentaciones, ni para carisma. Los soldados ven en él a un monstruo. Una criatura de piel imposible que sangra como ellos, pero que no necesita máscara para respirar, que camina erguido cuando todos se arrastran. ¿Quién es este espectro? ¿De qué futuro viene? ¿Por qué sus armas hablan? Las preguntas se acumulan, pero Rogue no responde. Porque este soldado de azul ya no habla demasiado. Sólo ejecuta. Sólo sobrevive. Está más allá del lenguaje. Más allá del dolor. Aquí es donde Ennis despliega todo su arsenal. Con cada diálogo, con cada viñeta, va erosionando la esperanza de los personajes. El frente occidental, ese matadero sin sentido, se convierte en el espejo exacto de Tierra Nu. Cambian los uniformes, cambian las banderas, pero el resultado es el mismo: carne rota por decisiones ajenas.

El Rogue Trooper de Ennis no es un salvador. Es un recordatorio. De que la guerra no cambia. Que siempre son los mismos los que mueren. Que incluso cuando crees que luchas por una causa justa, estás siendo usado. Las escenas donde el pelotón va siendo diezmado, una a una, sin épica ni redención, son de una crudeza insoportable. La violencia no es espectacular, es sorda. Funcional. Una bomba no explota como en Hollywood: revienta con una mueca seca y luego el barro se traga el cuerpo.

Mención aparte para el dibujo de Patrick Goddard: En blanco y negro. Sin red ni maquillaje. El trazo de Goddard es directo como un disparo a quemarropa. Sus rostros no son caricaturas, sino máscaras de barro, miedo y resignación. Cada uniforme manchado, cada charco, cada colina bombardeada está dibujada con una precisión quirúrgica, casi documental. El talento de Goddard está en saber cuándo callar. Deja que las viñetas respiren, que la atmósfera hable por sí sola. No necesita grandes splash pages para impresionar. Le basta con un plano general de soldados avanzando sabiendo que no volverán. O con un primer plano de Rogue, medio cubierto de tierra, mientras una lluvia negra lo azota. Este no es un cómic bonito. Este es un tebeo necesario.

Dolmen Editorial ha estado realizando una tarea encomiable al recuperar joyas del cómic británico, y este volumen es una muestra más de que ese trabajo no es arqueología, sino resistencia cultural. Esta edición, con traducción de Alberto Díaz, respeta la esencia del material y lo presenta con solidez y sobriedad. El blanco y negro le sienta como un disparo de adrenalina al alma. El prólogo de Barsen Sánchez pone en contexto la importancia del personaje y deja claro que este volumen no pretende reescribir la historia, sino continuarla con respeto y fiereza. Además, incluye al final del tomo varias portadas de la serie dibujadas por Cliff Robinson, Leo Manco, Colin Wilson junto a muchos bocetos de Patrick Goddard.

Garth Ennis ha logrado lo impensable: tomar una figura icónica de la ciencia ficción británica y sumergirla hasta el cuello en el fango de la historia, sin que chirríe, sin que se rompa. Al contrario: Rogue Trooper renace en este relato como el arquetipo absoluto del guerrero eterno, del soldado sin nombre que atraviesa los siglos llevando a cuestas el peso del conflicto humano. Así, este volumen no solo engrandece al personaje. Lo enraíza en la tradición más salvaje del cómic antibélico. Y cuando cierras el tomo, notas que algo se ha quedado contigo. Tal vez un olor a gas en la nariz. Tal vez el peso de una mochila en los hombros. O el frío espectral de saber que mientras haya hombres, habrá trincheras. Que mientras exista la memoria, existirán las heridas.

Y que, muy probablemente, Rogue Trooper sigue ahí fuera.

Caminando.

Esperando su próxima guerra.

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