En el segundo volumen de «Obscurcia«, editado por Tengu Ediciones, continuamos con el relato de eso niño perdido en una nueva dimensión desconocida. David Boriau, Steven Dhondt y Yoann Guillo descienden aún más al infierno de los recuerdos rotos y los terrores infantiles, para convertir lo que podría haber sido una simple historia de aventuras en un desfile grotesco de delirios visuales, emociones extremas y horror psicológico. Este es un cómic que abre en canal las pesadillas de la infancia, las inunda de bilis onírica y las mezcla con la angustia de perder a un ser querido. Y lo hace sin filtros, sin misericordia, con la precisión cruel de un cirujano loco (el doctor Pierrot) que, bisturí en mano, promete curar lo que solo desea destruir.

Álex ya no es el mismo niño que conocimos en el primer tomo. Ya no es solo un hermano desesperado; ahora es un guerrero del abismo, atrapado en un universo que parodia al País de las Maravillas, pero pintado con la sangre de las muñecas rotas y la baba de monstruos que ríen con voces de feria oxidada. Obscurcia sigue siendo ese mundo donde los peluches tienen cicatrices, los juguetes lloran sangre y los villanos visten de colores chillones mientras ejecutan crímenes con la alegría de un payaso desatado. Pero en este segundo volumen, todo se torna aún más turbio, más amenazante, más… terminal.
El corazón de esta nueva entrega es la búsqueda de Laécia, que se debate entre la vida y la muerte. Pero no estamos ante una simple misión de rescate: aquí, cada paso que Álex da es una inmersión más profunda en su propia desesperación. Para salvarla, debe enfrentarse no solo a Bidibidú, ese payaso que en muchos momentos recuerda a Violator de Spawn pero con un cuerpo mucho mas redondo. Sino también a su ejército de peluches esclavizados, a sus robots de vigilancia, y sobre todo al pérfido doctor Pierrot, un cruce entre Mengele y un muñeco de ventrílocuo. Pierrot representa lo peor del sadismo disfrazado de medicina: promete curas que duelen más que las heridas, tratamientos que son castigos, y soluciones que pasan por amputar la esperanza. Y entre tanto horror, hay una revelación: Álex empieza a cambiar. A raíz de una pelea con los robots de Bidibidú, descubre habilidades ocultas, como si el mundo de Obscurcia le estuviera otorgando las herramientas para sobrevivir… o corrompiéndolo. ¿Son sus nuevos poderes un regalo o una maldición? ¿Está evolucionando o dejándose absorber por la oscuridad que lo rodea?

El guion de David Boriau no se anda con sutilezas: cada diálogo corta, cada giro duele. Pero es en el dibujo de Steven Dhondt donde el verdadero horror se hace carne. Dhondt no ilustra: deforma, retuerce, convulsiona. Sus criaturas son híbridos abominables entre muñecos mutilados y quimeras nacidas del vómito de un niño enfermo. Todo parece a punto de descomponerse en sus viñetas: los colores chillan, los contornos tiemblan, los escenarios están cubiertos de baba, pelo, engranajes oxidados y cicatrices. Es como si cada página fuese un sueño lúcido al borde de la fiebre. Por su parte, el color de Yoann Guillo es sencillamente demencial. Con una paleta saturada hasta el vómito, cada escena se convierte en una emboscada sensorial. Las luces de feria que rodean a Bidibidú no iluminan, sino que ciegan; los rojos de la sangre no son oscuros, sino fosforescentes; el mundo entero parece estar al borde de explotar en una sinfonía de colores podridos que huelen a plástico quemado y lágrimas viejas. Este no es el típico cómic infantil con monstruos simpáticos. Aquí los monstruos no piden abrazos: piden que grites.
Pero más allá del despliegue gráfico, hay un subtexto que te atraviesa el alma: Obscurcia es también una fábula sobre el trauma, la pérdida, la culpa y la fragilidad de la niñez. El viaje de Álex no es solo una odisea para salvar a su hermana: es un descenso a su propia impotencia. Cada criatura que enfrenta es un espejo deformado de su miedo a fallar, de su temor a no ser suficiente. En su intento de rescatar a Laécia, en realidad está intentando rescatarse a sí mismo. ¿Pero cómo salvarse en un mundo donde hasta los peluches lloran porque han sido olvidados? Y entonces llega el clímax, el horrible muñeco desvela su jugada y no podemos develar mucho sin matar la trama, pero de deja con ganas de mucho más.

El final del volumen es un estallido de horror y esperanza, una mezcla de furia y ternura, un clímax que no se resuelve del todo, pero deja un regusto amargo y dulce, como una medicina que duele, pero sabes que es necesaria. No hay respuestas fáciles, ni redención automática. Solo la sensación de que Álex, herido, más fuerte, más roto, aún sigue caminando. Que el camino es largo. Que Obscurcia no ha terminado con él. Y no queda más que esperar al siguiente volumen para descubrir como termina este gran relato entre peluches y humanos.
