“Cuando no nos queda nada, a veces el cómic es lo único que nos queda”
Hay libros que estallan en la estantería como una granada de mano. No por lo que dicen, sino por lo que son. «La Verdad sobre el caso Vivès» («La vérité sur l’affaire Vivès«), el nuevo y desconcertante cómic de Bastien Vivès, es uno de esos artefactos explosivos. Una obra que no se puede leer sin tener presente su contexto, que no se puede interpretar sin caminar entre las minas de opinión pública, y que no se puede comentar sin arriesgarse a quedar atrapado en la niebla espesa donde se confunden la realidad, el arte, la sátira y la moral contemporánea. Vivès, el elefante en la cacharrería del tebeo franco-belga, no firma aquí una confesión ni una defensa jurídica. No es un mea culpa. Tampoco una provocación directa. Es, más bien, una obra dentro de su propio universo estético, pero con el espejo torcido y el sarcasmo ácido de un autor que ha perdido la paciencia. Estas páginas no pretenden desactivar las bombas, sino caminar sobre ellas con paso de bailarín, haciendo piruetas con una elegancia desconcertante.

Antes de entrar en el tebeo como tal, hay que poner las piezas del puzle sobre la mesa. Bastien Vivès es conocido desde muy joven por obras como «Polina», que le valieron una fama casi instantánea. Dibujante ágil, narrador instintivo, autor prolífico. Pero también alguien que, desde hace años, camina sobre el filo: su serie «Les Melons de la colère» o el polémico «Petit Paul», con su representación gráfica de un niño con un falo descomunal, levantaron ampollas que no han cicatrizado. Las acusaciones de contenido pedófilo, los insultos en redes, el escándalo en torno a la cancelación de una exposición en Angoulême y una investigación judicial crearon una tormenta perfecta. Una especie de tragicomedia contemporánea donde el personaje y el autor se entrelazan hasta volverse indistinguibles. Es en medio de ese clima de sospecha y repudio que aparece este cómic. Un libro que no edita Dargaud, su casa habitual, sino una nueva editorial: Charlotte Editions en el mercado francés. A España llega de la mano de Diábolo Ediciones con traducción de Violeta Alarcón Muñoz. Esta situación no es solo un dato editorial, es una declaración de intenciones. Vivès, en cierto modo, se autoexilia para poder hablar.
Desde la primera página, Vivès deja claro que esto no es una autobiografía al uso. Esta historia es suya, pero no es él exactamente. Es una versión de sí mismo, puesta en escena como personaje tragicómico que atraviesa situaciones delirantes: desde cursos de reeducación obligatoria en los que se sienta solo frente a un evaluador (“¿Cree que hay pocos pedófilos en Francia?” le preguntan con sarcasmo), hasta infiltrarse en una universidad para cazar a creadores de fanzines que dibujan contra Francia, pasando por una delirante escena en la que una delegación japonesa le propone exiliarse al país del manga con la promesa de que “allí no hay woke, puedes caminar tranquilo por la calle”. Esta forma de distorsionar la realidad hasta hacerla grotesca no es nueva en la obra de Vivès, pero aquí alcanza un punto de cocción especial. La representación de los hechos no busca la objetividad ni el desahogo, sino abrir las costuras del absurdo. El dibujo, en blanco y negro, apoya esta estética de lo inestable, de lo frágil, como si todo pudiera derrumbarse con un soplido.

Uno de los logros más inteligentes del álbum es cómo se centra no tanto en los hechos como en las categorías que los hacen inteligibles. Lo que está en juego, parece decir Vivès, no es solo lo que ha hecho o dejado de hacer, sino cómo el público (la sociedad, la crítica, el lector) ha dejado de distinguir entre tres conceptos fundamentales: realidad, fantasía y representación. Vivès no niega que su obra juegue con el deseo, ni que muchas de sus páginas toquen temas escabrosos, sexualizados, incómodos. Pero plantea, con toda la ambigüedad del mundo, que esa fricción es precisamente el territorio del arte. Y que confundir la representación de un tabú con su apología es un error trágico. No tanto porque lo dañe a él, sino porque pone en cuetión la capacidad de análisis y lectura adulta. Aquí hay una idea poderosa: el lector moderno, educado en una cultura de la sospecha y la hipervigilancia, ya no se permite distinguir entre lo que se representa y lo que se promueve. El cómic se convierte entonces en un alegato a favor de esa diferencia fundamental. No con sermones, sino con escenas absurdas, giros satíricos y personajes que parecen salidos de una versión paranoica de la comedia francesa. Pese a la dureza del tema, o precisamente por ella, este tebeo está realizado con una extraña ternura. El personaje de Vivès no es un héroe ni un mártir: es un tipo que se deja llevar, que parece no entender del todo lo que le pasa, y cuya mirada, a menudo, está llena de melancolía. Hay algo infantil, casi pasivo, en su actitud. No lucha, no grita, no arenga. Observa. Sobrevive. Y en esa observación hay momentos de auténtica belleza.
Estas 158 páginas no arreglan nada. No absuelven, ni acusan o esclarecen. En su lugar, hacen algo fundamental: devuelven la palabra al arte. En un momento en que los creadores se enfrentan a una sospecha constante sobre sus intenciones, su vida privada, sus gustos o sus errores, Vivès pone en escena el vértigo de vivir bajo la lupa. Y lo hace sin renunciar a su estilo ni a su mirada, por torpes o brillantes que puedan parecer. Este libro no es solo una respuesta al escándalo. Es un manifiesto ambiguo sobre la necesidad de seguir creando incluso cuando la creación misma se vuelve sospechosa. No gustará a todos. No debe hacerlo. Pero está vivo, está escrito con el pulso de alguien que no quiere desaparecer bajo el ruido.

Lo más interesante de «La Verdad sobre el caso Vivès« no es la polémica que la rodea, sino la manera en que utiliza esa misma polémica como materia para la creación de un comic. Este historietista francés no se defiende, se convierte en personaje. No se explica, se reinventa. Al hacerlo, abre un espacio de lectura que no es ni moral ni jurídico, sino literario y simbólico. Ese espacio, incómodo, contradictorio y a veces inquietante, es el que deben habitar los buenos cómics. Porque al final, más allá de las redes, las editoriales, las cancelaciones y las indignaciones de turno, lo que queda es la obra. El dibujo. La línea. La viñeta. Y en ese terreno, nos guste o no, Bastien Vivès sigue siendo uno de los autores más libres (y polémicos) del panorama europeo actual.
