¿Quién dijo que salvar el universo era solo cosa de tipos musculosos en mallas ajustadas? ¿De valientes con mirada épica y trágico pasado? Los Guardianes de la Galaxia nos vuelven a demostrar que no, gracias. Que a veces lo que el cosmos necesita es una panda de desequilibrados armados hasta los dientes, un árbol que habla en bucle, una asesina intergaláctica con traumas no resueltos, un mapache que no conoce el concepto de «discreción» y un ex-Star-Lord iluminado que ahora es medio gurú espiritual, medio hippie galáctico. En esta segunda parte de la etapa de Al Ewing, los Guardianes no solo intentan ser mejores… ¡intentan ser superhéroes! Y, como era de esperarse, la cosa se les va de las manos. Al igual que el primer volumen, esto es como una rave interplanetaria organizada por mapaches armados, dioses en crisis de identidad y emperadores con mala leche: un fiestón que empieza a tope y que no frena ni cuando el universo entero se desploma sobre sus cabezas. Aquí no hay tiempo para respirar, pero sí para reírse, emocionarse y, por supuesto, ver estallar cosas. Muchas.

La gran idea de Ewing es sencilla pero letal: ¿y si los Guardianes se convirtieran en los Vengadores del espacio? Con base de operaciones, misiones oficiales, siglas, motivación y… bueno, todo lo que suele funcionar mal cuando se lo das a esta banda de pirados. Porque claro, que Gamora se tome en serio el liderazgo está muy bien, pero Mapache Cohete sigue teniendo gatillo fácil y la diplomacia de una granada, Groot dice lo mismo de siempre (aunque a veces con entonación dramática) y Quill… bueno, Peter Quill ha vuelto raro. Como si se hubiese fumado el multiverso entero y ahora fuera una especie de chamán galáctico con look de influencer cósmico y alma de poeta. ¿Funciona este nuevo enfoque? Sí. Pero con explosiones, traumas emocionales, misiones suicidas y al menos tres invasiones alienígenas que se cruzan como quien mezcla postres en un bufé libre de cataclismos estelares. El grupo intenta funcionar como una fuerza de choque oficial, pero el caos es su idioma nativo, y Ewing lo sabe. Así que les deja ser ellos mismos… pero con uniforme y escudo de identidad. El resultado es gloriosamente contradictorio.
Una de las joyas del tomo es, sin duda, Hércules. Sí, ese Hércules. El de los pectorales mitológicos y el ego de tamaño nebulosa. Aquí lo tenemos como parte integral del equipo, un dios venido a menos que encuentra su sitio entre estos tarados espaciales. Sus interacciones con el resto del equipo (especialmente con Quill) son oro puro. Y además, pilota naves como si estuviera conduciendo una carroza olímpica por un campo de minas. También hay que aplaudir lo que Ewing hace con Marvel Boy, el personaje que aparece como quien no quiere la cosa y se convierte en chispa de conflictos, dilemas morales y dosis de rareza pura. Este muchacho no es de fiar, y eso lo hace divertidísimo. Ni hablar ya de lo que se cuece entre Doctor Muerte y Dormammu, dos egos cósmicos chocando como meteoritos en un karaoke demoníaco. Cuando Muerte decide entrar en juego, lo hace con su estilo habitual: capeando las situaciones con elegancia y amenazas veladas, mientras Dormammu parece haber salido de un mal viaje de ácido.

¿Hay amenazas? De todo. Guerras entre imperios galácticos, entidades cósmicas que amenazan con resetear la realidad como si fuera un router con sus dientes afilados y su oscuridad venenosa, y Hulkling pidiendo favores como quien encarga pizza: “Por cierto, ¿podríais salvar este sistema solar? Gracias, sois muy majetes”. Hay momentos en que no sabes si estás leyendo una space opera o una comedia absurda, y la respuesta es: las dos cosas. Y así está perfecto. Y como colofón para los que adoramos al cohete humano tenemos uno de los mejores finales que podíamos esperar. Sin desvelar mucho más en esas páginas notas la velocidad y la potencia que tiene Nova.
Por otra parte, en el aspecto gráfico, esto es un carnaval de estrellas. Juann Cabal, Marcio Takara, Juan Frigeri y compañía se reparten el pastel con una soltura asombrosa. Takara da un tono más suelto, expresivo, casi caricaturesco en algunos momentos que encaja de maravilla con la comedia del caos, mientras que Frigeri mete más peso en las escenas de acción pura, con líneas tensas y escenarios que parecen arrancados de un videojuego de ciencia ficción de alto octanaje. ¿Lo mejor? La expresividad. Las caras, los gestos, los silencios dibujados con miradas. Porque estos cómics no solo se leen: se sienten. Y eso, en un cómic donde los protagonistas son alienígenas, dioses y armas con patas, tiene muchísimo mérito.

La edición de Panini Comics con traducción de Gonzalo Quesada, como siempre en la línea Marvel Deluxe luce potente: tapa dura, 304 páginas de cómic puro que incluye los números Guardians of the Galaxy #6-#18 , a todo color, con todas las portadas originales, entre ellas las de Rafael Albuquerque; una introducción de David Aliaga (que ayuda a meterse aún más en la historia) y un puñado de extras como guinda del pastel: las portadas alternativas realizadas por Ryan Brown, David Finch y Frank D´Armata, Meghan Hetrick o Peach Momoko. Al final, el volumen concluye como debe: a lo grande, a lo dramático, a lo tronchante. Todo se rompe, todo se reconstruye. No hay épica sin emoción, y Ewing nos da ambas con generosidad. Los Guardianes de la Galaxia sobreviven, claro. Pero no son los mismos. Ya no son los piratas espaciales de antes. Tampoco los superhéroes perfectos que intentaron ser. Son… algo intermedio. Algo único. Algo profundamente humano, aunque uno sea un árbol y otro un mapache.
