
Cuando abres «El Rey Medusa» («Le Roi Méduse«), no estás simplemente abriendo un cómic; estás cruzando un umbral hacia un mundo donde los colores piensan, las figuras susurran secretos en su trazo, y la lógica narrativa se disuelve como tinta en el agua. Brecht Evens, ese demiurgo cromático de la historieta europea, regresa con una obra monumental en todos los sentidos: 280 páginas de una belleza casi insoportable, un relato que late al ritmo del desconcierto infantil y la paranoia adulta, una odisea sin brújula contada por un niño que ve el mundo no como es, sino como le han enseñado a temerlo. El Rey Medusa es un festín para los sentidos y una trampa que no suelta ni cuando has terminado la última página. Es, probablemente, la mejor expresión hasta la fecha del estilo Evens: esa alquimia entre lo salvaje y lo sensible, entre lo caótico y lo profundamente calculado.
La historia se articula en torno a Arthur, un niño que, como tantos protagonistas de cuentos crueles, tiene más preguntas que respuestas. Su madre ha muerto, su padre se ha encerrado en su propio mundo, y el resultado es un vínculo deformado, una relación de poder y dependencia donde el afecto se enmascara de preparación militar. Evens narra este viaje de manera oblicua, haciéndonos habitar la percepción de Arthur sin que jamás se nos dé la seguridad de que lo que vemos es real. ¿Estamos ante una infancia marcada por el trauma o ante una ficción total, tejida desde la imaginación de un niño que ha sido instruido para desconfiar de todo? Esa ambigüedad es uno de los motores más potentes del libro, y uno de sus logros más duraderos. Cada escena puede leerse en múltiples niveles: como literalidad, como metáfora o como fantasía febril.

La construcción visual de El Rey Medusa es, sencillamente, abrumadora. No hay viñetas al uso, no hay márgenes de seguridad: cada página es un campo de batalla entre la forma y el sentido, una acuarela que se desborda sin pedir permiso y que, sin embargo, guía la lectura con una fluidez que roza lo mágico. Evens no necesita globos de diálogo formales ni cajas de texto: sus personajes hablan con su posición en el plano, con su color, con la textura de sus ropas y la deformación de sus rostros. Los espacios están vivos, y muchas veces se funden con los propios personajes, como si el mundo se plegara al estado emocional de Arthur. No es solo una cuestión estética, sino profundamente narrativa. El caos formal no es un capricho: es el reflejo exacto del mundo interior de un niño cuya brújula moral está siendo manipulada en tiempo real.
Uno de los grandes aciertos del cómic es la aparición de personajes secundarios que funcionan como espejos rotos de Arthur: figuras como Anémona, tan mutante y mutable como las propias ideas que lo sostienen, nos obligan a releer constantemente lo que creemos haber entendido. Como ese personaje tan macabro como sorprendente. Es como si Evens se divirtiera construyendo laberintos en los que cada nuevo pasadizo cambia el mapa completo. Y sin embargo, no es un cómic frío ni cerebral: bajo su arquitectura compleja hay una humanidad brutal, un dolor tangible que traspasa el papel. Es un relato sobre la infancia, pero no esa infancia de parques soleados y meriendas con zumo, sino la infancia que escucha a escondidas, que imagina lo que no comprende, que repite como loro ideas que no sabe hasta qué punto son reales o venenosas.

La edición de Astiberri, por su parte, está a la altura del material que presenta. El trabajo de rotulación manual de Juanjo El Rápido es tan orgánico que parece que las palabras han brotado directamente del pincel de Evens. Cada letra se adapta a su entorno como un camaleón, sin romper nunca la ilusión de inmersión. La traducción de Rubén Lardín capta a la perfección el tono quebradizo y dual del relato. Corrección de Soraya Pollo, maquetación de Alba Diethelm y diseño editorial se funden en un libro-objeto que no solo quiere ser leído, sino también tocado, hojeado, contemplado.
En última instancia, lo que hace de «El Rey Medusa» una obra tan potente no es su barroquismo visual ni su apuesta formal (aunque ambos aspectos sean sobresalientes), sino su capacidad para hablar del presente sin necesidad de nombrarlo. El cómic no trata sobre las noticias falsas del mundo, ni sobre paternidades tóxicas, ni sobre la infancia colonizada por los miedos adultos, pero habla de todo eso. Lo hace desde un lugar emocional, intuitivo, casi irracional. Ahí radica su fuerza. Es un libro que uno no termina de entender del todo, pero que se queda revoloteando en la cabeza como un sueño especialmente vívido. Que desarma las categorías de lo que creemos que debe ser un cómic, y las vuelve a montar a su manera. Es el tipo de obra que nos recuerda que el lenguaje del cómic aún tiene territorios vírgenes por explorar. Que la belleza puede ser un arma muy potente. Que la infancia, lejos de ser un refugio inocente, puede ser un campo de entrenamiento para el delirio. Que a veces, para contar la verdad, hay que disfrazarla de fantasía. Y que Brecht Evens, con este primer tomo, no solo se consolida como uno de los autores más importantes del panorama internacional, sino que nos lanza una promesa: la segunda parte, si es tan arriesgada como esta, puede marcar un antes y un después en el mundo del cómic contemporáneo.
