Gabriele Münter: un paseo por las cuatro estaciones

Hay artistas que pintan para vivir. Otros, para no morir. Y hay unos pocos que pintan para decir lo que el mundo insiste en callarles. Gabriele Münter pertenece a esa última especie. En un universo donde los genios llevaban corbata y las musas callaban, ella decidió abrir una ventana, asomarse al paisaje y pintar lo que veía sin pedir permiso a nadie. Esa ventana, esa mirada, ese temblor de identidad contenida, es lo que Mayte Alvarado ha plasmado (como si fuera posible atrapar el suspiro de una montaña) en Las tierras azules, un tebeo que es más que un cómic: es una oración, un recogimiento, un susurro a media voz que reverbera durante días. No hay aquí grandes proclamas ni arrebatos biográficos. Alvarado no quiere contarnos qué hizo Münter, ni darnos una cronología enciclopédica. Lo que le interesa, y esto es lo extraordinario, es recrear cómo miraba, cómo sentía, cómo sobrevivía en un mundo que le exigía elegir entre amar y crear, entre quedarse o desaparecer. Este libro es un tratado sobre el silencio. Y, como todo lo importante, lo dice sin estridencias.

La vida de Gabriele Münter estuvo marcada por el ritmo de la espera. Esperó que la aceptaran en academias que no admitían mujeres. Esperó a que el arte la tomara en serio. Esperó a que Vasili Kandinsky volviera. Esperó a que la historia la recordara. Pero este tebeo no va sobre esa espera pasiva. Es un libro sobre lo que ocurre en esos tiempos intermedios. Sobre lo que crece en los márgenes del relato oficial. Porque Münter no esperó sentada. Pintó. Pintó como forma de afirmación, como testamento anticipado, como declaración silenciosa de que ella estaba ahí, mirando, sintiendo, existiendo. Y Alvarado respeta ese ritmo. No hay prisa en este libro. Las viñetas respiran. Se dilatan. El tiempo no avanza: se despliega. Como las estaciones. Como la luz sobre la nieve. El lector no se desliza por la historia. Se detiene. Se hunde. Porque este es un cómic que no quiere ser devorado: quiere ser contemplado, como un cuadro de Münter. Como una carta sin respuesta. Como una mujer que camina sola por un sendero de árboles.

Es tentador reducir la historia de Gabriele Münter al drama romántico. Ella, la amante silenciosa. Él, el genio que se marcha. Pero Alvarado, por fortuna, se niega a caer en esa trampa. Aquí el amor no es un centro dramático: es una herida luminosa que atraviesa todo, pero no lo define. Sí, Kandinsky está presente. Aparece como figura, como sombra, como recuerdo. Pero lo que realmente interesa es cómo se mira ese amor desde el futuro. Cómo se reescribe desde la madurez. Cómo se vuelve a pintar, una y otra vez, como quien trata de entender qué pasó. Este es uno de los logros más hermosos del cómic: construir una narración desde el punto de vista de una mujer que recuerda sin rencor, pero con claridad. Que no se victimiza, pero tampoco perdona. Que no llora, pero tampoco olvida. Porque lo que hace Mayte Alvarado es devolverle a Münter su derecho a existir. A ser autora de su propia historia. Y eso es revolucionario. Porque pocas cosas hay más bonitas que permitirle a una mujer de esa época decir: yo estuve ahí, y esto fue lo que sentí.

Desde el punto de vista gráfico, es una obra de contención y lirismo. Alvarado no imita el estilo de Münter, pero sí lo respira. Hay en sus páginas una economía poética, una paleta de colores que no busca reproducir, sino sugerir. No hay caricatura, ni reconstrucción historicista. Hay estaciones. Hay clima. Hay textura emocional. Las viñetas abiertas como acuarelas, funcionan como ventanas. A veces son amplias y contemplativas. Otras, íntimas y cerradas. Pero siempre invitan a mirar más allá. A preguntarse qué hay fuera del marco. Como si cada imagen fuera solo un fragmento de algo más vasto, más profundo.

El resultado es una obra que no grita. Que no exige. Que se ofrece como quien tiende la mano para un paseo. Y que deja, al final, una impresión duradera. No tanto en la memoria, sino en la piel. En este contexto, la edición entre Astiberri junto con el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza no es un simple vehículo para la obra: es parte esencial de la experiencia. Porque es un libro que pide ser contemplado, sostenido, acariciad y, la editorial ha sabido estar a la altura de esa exigencia estética.

Cada página es una estación, cada viñeta una pincelada lenta, reflexiva, cargada de silencios.

Al final del recorrido, lo que queda no es solo el eco de los cuadros ni las estaciones del año atrapadas en páginas de papel. Lo que queda es una pregunta que se desliza como la nieve sobre un tejado azul: ¿qué hubiera sido de la historia del arte si hubiéramos mirado más allá del apellido famoso, más allá del amante célebre, más allá del marco? Gabriele Münter: Las tierras azules no da respuestas, pero al menos abre la ventana. Y por ella, entra una luz tibia, azulada, que invita a mirar el mundo con otros ojos. Tal vez más puros. Tal vez más libres. Tal vez, al fin, nuestros.

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