
Si los dioses han abandonado Alba, tal vez sea porque están demasiado ocupados apostando entre ellos el destino de los hombres como si jugaran al ajedrez con piezas de carne y sangre. Tal vez no sea casualidad que, justo en el momento en que los pictos alzan su estandarte de guerra, los hibernianos saquean como espectros marinos las costas del oeste, y los cimbres se arrastran desde el este como una plaga inminente, la espada Calibùr decida reaparecer entre las ruinas de una época dorada que nunca fue. Por eso, el segundo volumen de Pendragón, firmado por el guionista Jérôme Le Gris, con el soporte de Benoît Dellac y el arte fulgurante de Paolo Martinello, no es una continuación. Es una revelación. Es la tormenta que se estaba gestando en el horizonte mientras los hombres soñaban con paz y los sabios sabían que la guerra es la única constante.
Porque este segundo tomo no pierde el tiempo: arranca con una tensión sofocante. Merlín, el viejo conspirador, el druida cuyos ojos ven más allá del velo del tiempo, aprieta los dientes mientras contempla cómo sus visiones se tambalean. El equilibrio que soñaba devolver a los Siete Reinos se aleja como niebla entre los dedos. Y es que Arthur, su elegido, su campeón, no quiere ser rey. Quiere ser esposo. Hombre. Granjero si hace falta. Un simple señor de tierras, sin corona ni espada. Pero claro, los destinos grandes no suelen respetar la voluntad de los hombres. Mucho menos cuando los dioses comienzan a enviar señales, profecías y objetos perdidos. La aparición de la espada Calibùr en manos de la misteriosa Nimue es más que una anécdota mitológica. Es el detonante de una cadena de acontecimientos que harán tambalear los cimientos de Alba, y con ella, la voluntad de todos los actores implicados: reyes, druidas, guerreros, traidores y amantes. Porque esta no es la historia dulce de un caballero puro que tira de la espada y se sienta en el trono rodeado de luz celestial. No. Pendragón es barro y fuego. Es acero mojado en sangre. Es política tribal, miedo ancestral, luchas territoriales, y sobre todo, es una batalla de ideas sobre qué significa ser rey en un mundo que ha olvidado el significado del orden.

Por eso el guion es una auténtica sinfonía de tensiones históricas, conflictos morales y ambición mitológica. No estamos ante una narración de fantasía hueca o un reciclaje superficial del ciclo artúrico: lo que Le Gris propone es una reinterpretación densa y profundamente humana, donde los mitos son reconstruidos desde sus cenizas celtas y colocados en un contexto brutalmente verosímil. La mayor virtud del guion radica en su capacidad para combinar lo íntimo y lo épico. Arthur no es un héroe hecho por un molde, sino un personaje desgarrado, dividido entre el amor y el deber, entre la sangre derramada y la paz anhelada. Su negativa a convertirse en rey no es simple rebeldía, sino el eco de un trauma colectivo: los Siete Reinos no quieren otro caudillo; quieren esperanza, pero ya no creen en ella. Le Gris no fuerza el mito: lo desgrana, lo reconstruye desde las tensiones internas del mundo post romano. El Consejo de los Reyes, la amenaza picta, la reaparición de Calibùr, el enigma de Nimue… todo fluye en una estructura coral, donde cada personaje tiene su propia voz y ambigüedad. Incluso Merlín, normalmente reducido al papel de mago sabio, aquí es un operador político al borde del colapso espiritual. La magia existe, sí, pero no es espectáculo: es un lenguaje secreto, cargado de símbolos, temido tanto como venerado.
En el aspecto gráfico, el arte de Paolo Martinello lo que convierte en una obra monumental. Su trazo es dinámico, expresivo y riquísimo en detalles. Pero lo más impresionante es su habilidad para fusionar lo salvaje y lo sagrado en cada página. Hay algo de ritual en sus composiciones: cada viñeta parece un fresco pintado en las paredes de una cueva druídica con sangre, humo y fuego. Las escenas de batalla tienen una violencia casi mágica, donde cada golpe de espada es una pincelada feroz. Las cargas de los pictos, por ejemplo. no son simples momentos de acción: son tempestades gráficas, con una coreografía que parece filmada desde el ojo de un dios celta enfurecido.

Tengu publica este segundo volumen con traducción de Gabriel Álvarez Martínez como una declaración de intenciones respecto al estándar de calidad. Como el primero, tiene un formato generoso de 23 x 31 centímetros, respetando el trazo exuberante de Paolo Martinello. Este tamaño no es caprichoso: permite apreciar en todo su esplendor los paisajes ancestrales, las expresiones marcadas de los personajes y las coreografías que parecen salidas de una película de alto presupuesto. Por todo eso, este segundo volumen de Pendragón no solamente es una continuación digna, es una obra que te engancha hasta la última viñeta. No es una historia sobre un rey. Es la historia sobre por qué necesitamos reyes. Sobre cómo el caos se combate no solo con espadas, sino con símbolos. Sobre cómo las leyendas no nacen: se forjan. Y este volumen, como la espada incrustada en la roca, es recomendable sacarlo de la estantería para volver a recorrer sus páginas en cualquier momento del día.
