Las Aventuras del Capitán Torrezno volumen 6: última ronda

… y entonces, desaparece. ZAS. El Capitán. Ese funcionario perdido en un mundo de chinches medievales y glorias pixeladas. Ese soldado interdimensional de la resaca burocrática que, habiendo cruzado los pliegues del continuo espacio-tiempo de un despacho ministerial al micro mundo, ahora… ya no está. Y su ausencia pesa como un filete empanado en el fondo de un tupper abandonado desde antes del COVID. Por eso con el sexto volumen de la saga de Las Aventuras del Capitán Torrezno llamada “La última curda”, Santiago Valenzuela se marca la desaparición más visible de la historia del cómic, donde el personaje principal no sale… pero está en todas partes. Como Dios, como Elvis, como la declaración de la renta.

¡Torrezno no aparece! Pero a cambio tenemos a toda la panda: los místicos, los chusqueros, los estrategas con resaca, los monjes macarras, los ingenieros del caos, los capitanes de nada. Y ellos, como nosotros, vagan como pollos sin cabeza por los pasillos de ese universo creado en un sótano, esperando una señal, una frase, un brindis o una metedura de pata que reanime el tinglado. Porque el mundo sin Torrezno es como un texto sin puntos, un botellón sin litronas o un tebeo sin personas detrás: caos.

La historia, si es que podemos llamarla así, empieza y no empieza. Hay una guerra. ¿Cuándo no hay guerra en el micro mundo? Pero esta vez la guerra es más absurda, más sorda, más espesa. Se rumorea que Torrezno ha desaparecido, que quizás esté muerto, que quizá se ha reencarnado en un administrador de fincas. Nadie lo sabe. Pero todos lo sienten. Porque en este volumen, la historia entera se tambalea. Como si le hubieran quitado un cimiento a una catedral de cartón piedra. Y por supuesto, como buen castillo medieval de inspiración baratillo, todo empieza a crujir. ¿Quién es el nuevo protagonista? Nadie. Todos. Valenzuela se convierte en prestidigitador, en croupier cósmico. Va repartiendo cartas a su galería de personajes secundarios que de pronto se vuelven protagonistas, pero no mucho. Aparecen, parlotean, conspiran, beben, divagan. Hay reflexiones sobre el sentido del deber, sobre el mito del héroe, sobre los mecanismos internos del pequeño mundo y la arquitectura del poder… pero todo dicho con una cerveza en la mano, entre bostezos y malas digestiones. Hay escenas que parecen sacadas de un consejo de administración del INEM, otras que parecen el backstage de una ópera griega. Y en medio de todo, la voz de Torrezno. No su voz real, sino su eco. Sus decisiones pasadas. Sus frases lapidarias. Sus errores. Sus glorias. Porque este tebeo es un homenaje sin homenajear, una elegía sin flores. Es como hacerle una fiesta de despedida a alguien que solo ha ido a comprar tabaco. Todos presienten que volverá, pero mientras tanto… se abre el bar.

El título no engaña. “Curda” aquí no es solo una borrachera. Es una forma de estar en el mundo. Un estado espiritual. Una metafísica de la pérdida y la resistencia. Una embriaguez de impotencia, de laberintos sin salida, de papeleo cósmico. La última curda es una forma de decir: “hemos perdido el sentido, pero seguimos brindando”. Y eso es exactamente lo que hacen los personajes. Beber mientras la historia se derrumba. Conspirar sin saber por qué. Planear estrategias para guerras que no entienden. Es la versión del fin de la historia, pero con chistorra y unas patatitas de acompañamiento. La épica aquí no es la del héroe triunfante, sino la del superviviente burocrático. El que se arrastra por los pasillos con el alma en el aliento. El que redacta un informe sobre la desaparición del héroe como quien rellena una hoja de reclamaciones. Lo grandioso es lo ridículo. Lo sublime, lo chusco. Y eso, es puro Torrezno.

Como en el resto de volúmenes, en este también tenemos que hablar del dibujo. De ese detallismo casi enfermizo que hace que te detengas por un tiempo en cada viñeta. Valenzuela no dibuja: construye catedrales de papel. Castillos dentro de castillos. Campamentos laberínticos. Neveras gigantes más grandes que una montaña. Cuarteles generales donde cada detalle es una broma y una amenaza. Los muebles son personajes. Las puertas tienen biografía. Las herramientas están cargadas de ironía. Hay esquemas, mapas, señales, letreros. Todo respira. Todo agobia, pero a la vez reconforta. En esta entrega, además, se nota un desparrame técnico que ya no busca el orden, sino la entropía controlada. Hay viñetas gigantes, recuadros superpuestos que acaban convirtiéndose en símbolos.

Ese sótano donde todo cambio por mano de Nuestro Señor José Hilario no es solo el escenario. Es el verdadero personaje. Valenzuela lleva más de veinte años construyendo una mitología paralela donde conviven la metafísica y el fanzine, la guerra santa y el cabreo sindical. Un universo tan coherente como incoherente. En este volumen que tenemos entre manos, ese mundo se tambalea. No porque se caiga, sino porque sus habitantes ya no saben para qué existe. La guerra sigue, pero el sentido se ha perdido. Y eso, en el fondo, es más honesto que mil victorias. Porque lo que importa aquí no es ganar, sino resistir. Y brindar.

Para cerrar el círculo con ese brindis llega la edición de Astiberri como corresponde a una saga que ha crecido en las tripas del tiempo durante veinticinco años. De esta manera tenemos toda la obra de Santiago Valenzuela sobre el Capitán Torrezno y su micro mundo publicada por una misma editorial. Así que sí, Torrezno está ausente, el hilo yace cortado, las causas y efectos se deshilachan… pero el tebeo resiste, el universo palpita y los tambores aún golpean en los barracones de la noche. Porque mientras alguien recuerde, mientras alguien lea, Torrezno no se ha ido. Solo está cogiendo aire para la próxima ronda. Mientras tanto podemos disfrutar de estas 280 páginas de la sexta aventura de Torrezno, y nos preparamos para releer la siguiente aventura, ya disponible, con el título de “Anamnesis.

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