Días sin escuela. La consecuencia de la guerra

A veces, los tebeos más sencillos son los que contienen las verdades más dolorosas. Y no porque griten, ni porque pretendan conmocionar con fuegos artificiales. «Días sin escuela«, de Elena Uriel y Sento Llobell, no necesita levantar la voz para atravesarte el corazón. Lo hace desde la ternura, desde la fragilidad, desde el testimonio. Lo hace recordándote que, al otro lado de cada conflicto armado, siempre hay dos cosas rotas: hogares… y una infancia. De esa manera parte la historia en un momento concreto: primavera de 1992. Una familia con niños viven en algún lugar de los Balcanes. Los pequeños tienen los sueños sencillos de cualquier criatura: volver a la escuela en otoño, jugar con sus amigos, pintar, aprender a leer o jugar con una pelota de fútbol. Pero de pronto, sin que nadie lo haya pedido, estalla la guerra. Y lo que iba a ser un verano más, se convierte en una frontera hacia el horror. Tres años de hambre, miedo, enfermedades, incertidumbre. Tres años sin escuela. Tres años sin saber si el mundo que conocieron volverá a existir.

En esa primavera de 1992, cuando el mundo giraba distraído con Olimpiadas y exposiciones universales, en algún rincón del mapa llamado Yugoslavia se abría una grieta. Por ella se colaba la oscuridad más antigua de Europa: la guerra. Y como siempre que los cuatro Jinetes del Apocalipsis ensillan sus caballos, nadie parece estar preparado. No lo están los hombres ni las mujeres, no lo están los abuelos ni los soldados, y mucho menos están preparados los niños, esos pequeños seres que aún creen que el mundo es un lugar que se puede ordenar con dibujos de colores. Ese verano de 1992, las cosas pasaban por pequeños ritos cotidianos: levantarse temprano, ir de la mano de mamá o papá, abrir un cuaderno. Pero de repente, el cielo se llenó de un sonido que no sabían nombrar: el estruendo de los proyectiles, la amenaza constante de la muerte cayendo desde el aire. En cuestión de días, dejaron de soñar con clases y empezaron a escuchar frases como “nos tenemos que ir”, “no podemos quedarnos aquí”, “ya no es seguro”. Ese niño, con los ojos aún abiertos al asombro, acaba siendo acogido por Elena Uriel y Sento en España. Y es desde ahí, desde la experiencia íntima del cuidado, del acompañamiento, de la escucha, que nace este libro. No como una crónica histórica, ni como una denuncia explícita, sino como un acto de amor. Como un gesto de memoria. Como una forma de dar voz a quienes nunca se les permitió hablar.

El guion de Elena Uriel es, en este sentido, un prodigio de contención y delicadeza. Nada es ruidoso ni evidente. Sus palabras no buscan el dramatismo, sino la empatía. Uriel consigue narrar el dolor con la voz temblorosa y genuina de un niño, sin imposturas ni excesos. Nos conduce por esa experiencia devastadora con un lenguaje que nunca se aleja de lo humano, de lo pequeño, de lo que duele de verdad: la despedida de una madre, la pérdida de un tío, el hambre que no entiende de razones. El guion avanza como lo hace la vida en tiempos de guerra: con sobresaltos, con silencios largos, con incertidumbre. Y lo hace siempre desde el respeto, con una sensibilidad admirable que se nota en cada escena cotidiana, en cada frase que no se dice, pero se entiende. Elena no solo escribe: recuerda. Y al recordar, nos permite acompañar ese viaje. No uno heroico, no uno épico, sino el viaje más difícil de todos: el de un niño refugiado que intenta no olvidar quién era antes de la guerra.

Y luego está el dibujo. El dibujo de Sento, que es pura ternura a la par que bastante adictivo. El trazo no se excede, no dramatiza. No busca impactar, sino la intimidad. Las líneas son limpias, humanas, llenas de matices. Hay algo profundamente honesto en sus rostros, en los gestos mínimos, en los ojos abiertos al miedo o a la esperanza. Cada página está construida como si fuera una carta, una postal de una vida suspendida. Incluso en los momentos más duros, Sento consigue encontrar belleza en los detalles: una manta, una taza humeante, una sonrisa inesperada. Su estilo, con esa calidez tan reconocible, actúa como un bálsamo, suavizando el horror sin negarlo, recordándonos que incluso en mitad del infierno, hay espacio para la amabilidad. Es imposible no emocionarse ante ciertas viñetas. No porque muestren violencia explícita, porque no lo hacen, sino porque capturan con maestría el desamparo, el miedo callado, la nostalgia. Hay una escena en particular, cuando el niño refugiado empieza a rebuscar en la basura objetos que le puedan servir a su familia. Y descubre un balón de futbol destrozado, que le recuerda al que perdió al inicio de la guerra. Ahí, el arte se convierte en refugio. En memoria. En justicia poética.

Pero este tebeo editado por Astiberri no es solo una historia triste. Es también un relato con partes luminosas. Hay momentos de humor, de ternura, de descubrimiento. Hay abrazos. Hay canciones. Hay juegos. Porque incluso en los contextos más crueles, los niños siguen siendo niños. Siguen inventando, riendo, confiando. Y ese contraste es quizá lo más devastador de todo. La guerra destruye lo que tocan sus manos invisibles, pero no puede borrar del todo la inocencia. No puede arrebatar del todo la esperanza. Treinta años después de la guerra de los Balcanes, lo que queda no son las cifras ni los discursos. Lo que queda son las voces de esos niños que sobrevivieron. Y lo que recuerdan no son fechas ni nombres de generales. Recuerdan olores, colores, miedos, risas. Recuerdan el presente suspendido de cada día. Porque todos los niños viven en el ahora, y ese ahora, durante tres años, fue un lugar quebrado por la guerra.

Leer este cómic es abrir una ventana a la parte más vulnerable de nuestro pasado reciente. Es una invitación a no olvidar, no por morbo ni por culpa, sino por justicia. Porque si no escuchamos estas historias, si no les damos espacio en nuestra memoria, las guerras seguirán pareciendo ajenas, inevitables, lejanas, ya sea en Bosnia, Siria o Ucrania. Por eso, Elena Uriel y Sento nos ofrecen un tebeo que emociona sin manipular, que informa sin adoctrinar, que abraza sin invadir. Un testimonio íntimo y necesario sobre lo que significa tener «Días sin Escuela» y poco a poco, volver a encontrar el hogar. Un libro que deberíamos leer y releer con calma, con respeto, con la mente y corazón abierto. Porque en sus páginas está escrita una verdad universal: la guerra siempre rompe lo mismo pero a veces, también hay quien se dedica a recoger los pedazos con ternura, y a contarlos para que no se pierdan.

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