
“Debes saber, oh, príncipe, que en los años que transcurrieron desde que los océanos engulleron Atlantis y las ciudades resplandecientes hasta el surgimiento de los hijos de Aryas hubo una edad de ensueño en la que reinos brillantes se extendían sobre la tierra cual mantos azules bajo las estrellas… Ahí llegó Conan, el Cimmerio, de cabellos morenos, mirada hosca, espada en mano, ladrón, saqueador, asesino, con inmensas melancolías y gozos inmensos, para pisotear con sus sandalias los enjoyados tronos de la tierra”.
Hay cómics que se leen. Otros se acumulan. Luego está «La Espada Salvaje de Conan» (The Savage Sword of Conan) que está en un peldaño especial. Cuando abres uno de estos números, no estás hojeando una historia: estás invocando una era. Una era donde los reinos eran de huesos, la magia era peste y los héroes… eran hombres con la mandíbula cuadrada y la moral tan flexible como una soga mojada. Como veremos en este nuevo volumen editado por Panini Comics, los números 62 al 64 de esta colección no se limitan a contar una aventura más del cimmerio. Son un grito impreso, una trilogía maldita que mezcla espada, horror, conspiración y una pizca de sexualidad latente en cada músculo entintado. Aquí Conan no sólo lucha. Aquí Conan sobrevive en un mundo que no está diseñado para él… ni para nadie cuerdo.
Quien diría que llevamos veinte volúmenes de esta «Biblioteca Conan«, y aún no se detiene. Como el propio bárbaro, sigue avanzando, a través de selvas sofocantes, desiertos implacables, mazmorras fétidas y palacios corrompidos. En este tomo en particular, la gloria de la vieja revista brilla en su máximo esplendor. Porque aquí está el artista más grande: John Buscema. El que mejor y más ferozmente lo dibujó, el que supo darle esa presencia casi legendaria y terrible que imponía en cada página. Pero no estaba solo. Michael Fleisher, Bruce Jones y Ernie Chan, verdaderos guerreros del medio, también se unieron a la carga. Y como guinda a este salvaje pastel, dos relatos de «Chane, el Rubio» firmados por Gil Kane.

La primera historia arranca con una traición, como toda buena saga con olor a pólvora y sal. El cimmerio, ahora convertido en capitán de corsarios, es traicionado por sus propios hombres. Pero el mar es tan salvaje como él, y el naufragio es inevitable. Las olas del mar de Vilayet escupen a un Conan apenas vivo, varado en una costa donde el sol es un látigo y los árboles acechan. Y ahí, en cerca de la playa, aparece la tribu de las amazonas. Mujeres salvajes, bellas y letales, vestidas con pieles y acompañadas de enormes tigres entrenados para matar. No es una fantasía barata: es el retorcido corazón de la Era Hiboria latiendo con furia. Conan es capturado, encadenado, y forzado a luchar en un anfiteatro natural, un coliseo donde el precio de la derrota es la carne desgarrada por colmillos. Por todo esto, la trama de Fleisher es rápida como un tajo de cimitarra, y Buscema, con Chan entintándolo, convierte cada viñeta en una danza macabra entre belleza y brutalidad. El cuerpo de Conan es casi una escultura viva, pero también una herramienta de destrucción. Entre hechizos y dentelladas nos ofrecen un relato que hace honor a la gran leyenda del cimerio.
De la costa pasamos al desierto abrasador, donde los zuagires, la banda de asaltantes del desierto liderada por Conan, caen en una trampa. El problema: no escucharon a su jefe. El resultado: una masacre. Solo Conan sobrevive, y lo que sigue es una cruzada personal hacia un palacio suntuoso y traicionero, custodiado por eunucos con dagas y un sultán que ríe con su obesa tripa moviéndose sin parar. Pero el verdadero horror está en el foso donde habitan plantas devoradoras de hombres. Vegetación mutada por hechicería que agarra, constriñe, tritura y bebe la sangre de los incautos. Este relato es un ejemplo brillante de las historias bárbaras: el exotismo cruel, la sensualidad retorcida, la traición a cada paso y una solución que solo un bárbaro podría concebir: acabar con quien impone su ley. Fleisher y Jones construyen un microcosmos infernal en pocas páginas, y Buscema, otra vez, se desliza como una daga en la oscuridad, haciendo que cada planta tenga más personalidad que muchos villanos del cómic actual.

Tras la carnicería llega una historia distinta, íntima, casi melancólica. Pero no por ello menos salvaje. Conan, tras una escaramuza con una tribu de pictos se encuentra con una mujer solitaria, inocente y aparentemente perdida. Y como buen caballero con un sentido del honor retorcido, decide llevarla de vuelta con su familia. Lo que en principio parece una aventura más se torna por un secreto terrible. Esta historia, la más sombría del volumen, ofrece un retrato diferente del cimmerio. No es solo músculo y espada, también hay aquí una especie de compasión primitiva, una nobleza rota que lo empuja a proteger lo débil. Pero cuando se revela la verdad, el estallido de violencia es tan puro y salvaje como el acero al rojo.
Como si no fuera suficiente con tres relatos, el tomo incluye dos historias escritas y dibujadas por Gil Kane. Como bien explica Rafael Marín en el prólogo del tomo sobre el trabajo del dibujante nacido en Letonia. «Chane, el Rubio» no es Conan, pero está cortado del mismo bloque de granito: rebelde, individualista, imparable. Estas historias funcionan como un epílogo perfecto para un volumen desbordante de energía. Una copa de vino especiado tras una batalla. Un recordatorio de que el mundo de la espada y brujería es más amplio de lo que podemos creer.

Al final «La Espada Salvaje de Conan« es una declaración de guerra al aburrimiento moderno. Aquí no hay filtros, no hay discursos vacíos, no hay crisis existenciales ni dilemas filosóficos adornados de moralismo. Aquí hay acero. Carne. Bestias. Sangre. Traición. Venganza. Y una voluntad indomable que no se rinde jamás. Cada historia de este tomo demuestra por qué Conan sigue siendo el rey indiscutible de la fantasía heroica. Porque, a diferencia de otros personajes, Conan no necesita más que una espada.
