
De todos los géneros populares que triunfaron en la España de la primera mitad del siglo XX, quizá el más significativo sea la copla. Un género lírico donde lo castizo se encontraba con los personajes que protagonizaban sus letras, normalmente situados al margen de lo políticamente correcto, en un contexto musical lleno de pasiones y anhelos. Aún con eso, fue un género ensalzado por la propaganda de la dictadura. Quizá para contrarrestar la represión con las manifestaciones culturales expresadas en otras lenguas de la península, ninguneadas “oficialmente” durante los años de ausencia de libertades. El caso es que, para muchos, la copla quedó asociada a los años de plomo.
Sin embargo, si buceamos en el cancionero, autores e intérpretes del género descubrimos un mundo mucho menos encorsetado, que habla de pasiones y pulsiones. Amores imposibles y búsqueda de reafirmaciones personales surcan por sus notas. Algunos evidentes, los permitidos por la censura. Otros velados, como en “Tatuaje”, cuya interpretación para muchos de los vencidos sirvió para expresar ese duelo que el Franquismo impedía que se verbalizara. En el mismo sentido, los “amores declarados prohibidos”, de personas del mismo género, encontraron una banda sonora popular que podían servir de metáfora para reflejar sus sentires y pesares.

Entre otras muchas intérpretes, se encontraba María de la Concepción Piquer López (Valencia, 13 de diciembre de 1906 – Madrid, 12 de diciembre de 1990), Concha Piquer. Quizá la diva más grande que se dio en el género. Una mujer que no tenia reparos en pagar las multas pertinentes para no cambiar ni una coma de las canciones que interpretaba. Una mujer humilde que, antes de brillar en Estados Unidos ya exigía a los dueños de los teatros donde trabajaba que le pagaran lo acordado. Todo un carácter, dentro y fuera, de las tablas. Con una voz que potenciaba cada una de las sensaciones que entonaba, remarcando con gestos y miradas cada verso y cada pausa. Interpretando de forma magistral, en definitiva, todos los trajes a medida que Manuel Penella (primero) y Antonio Quintero, Rafael de León y Manuel Quiroga (después) le compusieron. Esos que siguen sonando atemporales, por la fuerza y belleza que albergan.
Una figura como la de Concha Piquer es ya indisoluble al patrimonio cultural español. A la misma altura de Frank Sinatra en Estados Unidos, Amália Rodrígues en Portugal, Carlos Cardel en Argentina o, por citar solo a unos cuantos, Johnny Hallyday en Francia, forma parte de ese conjunto de interpretes rotundos, capaces de emocionar a cualquiera que simplemente les preste atención. Por eso conviene de vez en cuando volver a ellos. Y eso es lo que hizo Carla Berrocal en 2021 cuando estrenó “Doña Concha. La rosa y la espina”, despojando de polvo una figura y legado cultural que sigue inmaculado.

Más allá de una biografía al uso, el tebeo de Carla Berrocal nos adentra en la figura de la diva de la copla desde que era una niña cantando en Alicante hasta su retiro en 1958. Un camino en el que “la xiqueta del carrer Morvedre” se convirtió en “Conchita Piquer”, para pasar luego a ser “Concha Piquer” y acabar con el “Doña” delante, como símbolo de empoderamiento de una mujer en un mundo marcadamente machista. El de una persona que, desde unos orígenes humildes, logró conquistar una posición de privilegio, siendo un ejemplo de un proto feminismo primigenio. Resaltado en la época su mal carácter como diva y empresaria, cierto es también que esos son afirmaciones de un tiempo en las que una mujer rara vez dirigía un grupo humano y mucho menos una empresa. Y es que Concha Piquer hizo lo que muchas artistas hicieron décadas después, (por ejemplo, Madonna): controlar cada milímetro de su carrera profesional en el mundo del show business y dirigirla con buen rumbo.
Todo esto queda implícito en las páginas que dibujó Carla Berrocal, como sustrato de una vida llena de sinsabores, pero excepcional. Como su debut en Broadway con la zarzuela “El gato montés” el 13 de septiembre de 1922. También sus elecciones erróneas en lo sentimental, como si planeara una fatal preferencia por los hombres casados. Todo eso está plasmado en este tebeo que, sin embargo, no se conforma con narrar los hitos de una vida. Carla Berrocal fue mucho más ambiciosa.

Esa ambición se puede percibir en dos líneas: una es la emocional, pues logra (con las licencias precisas para que el tebeo funcione) que la Concha Piquer que aparece aquí resulte tridimensional en todo momento. Más allá de la diva que sabiamente medía cada palabra que decía delante de los medios de comunicación, aquí nos encontramos a la mujer que estaba detrás del personaje mediático. Todo un acierto que acerca tebeo y personaje histórico a quien lea el cómic.
Junto a ese acercado enfoque, y mientras se desarrolla la trama principal, hay intercaladas entrevistas de la autora con estudiosos reputados de la cultura popular española, que dan contexto tanto al género como a la vida de la artista, otorgando una dimensión más amplia que potencia la finalidad del conjunto de lo narrado.

Así se despliega una de las obras más frescas de nuestra década actual, a través de un estilo gráfico tan personal como rotundo, el de Carla Berrocal. Con un trazo tan sintético como potente, que en esta ocasión marida con algunas de las corrientes estéticas y gráfica que se popularizaron en la época en la que la Piquer era aún “Conchita”. Ese que Berrocal posee en cada síntesis gráfica que propone, esa que fluye en cada composición de página, encuadre y viñetas que sirve aquí.
En conjunto, queda un tebeo donde pasado y presente maridan a la perfección, por su ejecución ágil y orgánica, transportando a quien lo lea a una época, pero con un halo de frescura imperecedera. Quizá por ello seguimos hablando de “Doña Concha. La rosa y la espina”, cinco años después de que Reservoir Books lo editara. Como se sigue hablando, salvando las distancias, de Concha Piquer. Porque algunos retratos en sepia, si están bien hechos, siempre resultan frescos.
