
Cuando murió el hombre, comenzó la leyenda. Aquel diciembre de 1916 Grigori Yefímovich Rasputin (Григо́рий Ефи́мович Распу́тин) no solo paso a mejor vida, sino a la memoria colectiva popular que se extendió más allá de las fronteras de Rusia. Idolatrado en vida tanto como odiado, fue considerado por muchos como un hombre santo, místico, curandero mediante el rezo y defensor de las minorías étnicas y sexuales, además de azote de una aristocracia de la que, sin embargo, se benefició. Para otros era un oportunista y mujeriego. No por nada, algunos apuntan que su nombre viniera de la palabra “rasputnyi” (‘disoluto’), apodo con el cual se le conocía en su Pokróvskoye natal, en Siberia Ocdidental.
Lo cierto es que este hombre llegó a tener gran influencia al final del Imperio Ruso, fue consejero de la Zarina Alejandra Fiódorovna de Rusia ( Александра Фёдоровна Романова), siendo la relación que mantenían un gran caldo de cultivo de rumores de toda índole, con los que lidió el Zar Nicolás II de Rusia (Nikolái Aleksándrovich Románov, Николай Александрович Романов) lidió. Era el médico y sanador de la familia real, especialmente de madre e hijas. Profeta para unos, hereje para otros, lo único cierto es que el personaje histórico tiene la suficiente materia prima para protagonizar relatos solventes en el campo de la ficción, y así ha sido desde su muerte. El cine comenzó a avivar la llama de su leyenda ya en 1932 con dos estrenos a ambos lados del Atlántico: “Rasputín y la Zarina” (“Rasputin and the Empress”), dirigida por Richard Boleslawski. se estrenó en Estados Unidos, mientras que en Alemania veía la luz “Rasputín, el demonio de las mujeres” (“Rasputin Dämon der Frauen”) de Adolf Trotz. Y eso fue solo el principio, pues han seguido apareciendo tanto en el cine como en la pequeña pantalla, sin obviar la célebre canción de Boney M.

El campo del cómic no ha sido excepción y Rasputín ha servido como inspiración a distintos autores, entre los que podemos destacar a Hugo Pratt y su Rasputín, presente en las aventuras de Corto Maltés desde “La Balada del mar salado”. También Mike Mignola lo usó para crear al antagonista de Hellboy. Y es que este moje loco (o místico), hombre del pueblo, promiscuo y mujeriego, tiene tantos lados como un diamante para poder pulir en un buen relato. Y eso es lo que han hecho Hernán Migoya y Manolo Carot, Man, en “Una revolución llamada Rasputín” (“Une Révolution nommée Raspoutine”), recién editado en castellano por Norma Editorial.
El tándem Migoya-Carot lleva años demostrando grandes sinergias (“El hombre con miedo”, KungFu Kiyo” o “Lobos de Arga”) que ahora no solo repiten sino que mejoran en este reencuentro artístico. Muestra de ello son muchas de las páginas de este tebeo, donde literalmente fluye texto y viñetas en una narrativa gráfica adictiva.

En este guion, Migoya construye una ficción a partir de hechos históricos, trazando un relato en esos terrenos difusos entre lo histórico y lo imaginado. Es ahí donde este tebeo tiene su razón de ser, donde se vuelve solvente y original. Tanto en planteamiento como en desarrollo y desenlace. Y eso que estamos hablando de un camino con “cartas marcadas” si se sabe de la biografía del personaje principal. Pero el recorrido aguarda acertadas sorpresas y referencias que lo enriquecen.
Algunas no las desvelaremos, pues el placer es descubrirlas en las solventes páginas dibujadas por Manolo Carot. Solo hay una que, por evidente, merece la pena comentar, pues es la otra protagonista que acompaña en la portada al “monje loco”: Alisa Zinóvievna Rosenbaum (Алиса Зиновьевна Розенбаум) más conocida universalmente como Ayn Rand, la filósofa y escritora rusa que desarrolló el “objetivismo” y defendió a ultranza durante toda su vida el individualismo, el egoísmo racional y el “laissez faire” del Capitalismo.

Sin duda, la hipótesis de que una joven Ayn Rand de apenas 11 años pudiera haber cruzado su camino con el “loco místico” es ya de por sí apetecible para abrir el tebeo. Con ella se construye un relato ficticio pero posible, anclado en hechos históricos. Combinando varias sutilezas, hechos históricos y guiños culturales, Migoya lleva las riendas en todo momento del tono y ritmo que precisa el relato. Hecho que Carot fortalece en cada página con su trazo, composiciones y magnético color.
Mención aparte es el “dramatis personae” que pulula por la obra. El resto de personajes, históricos o no, que resultan naturales y orgánicos en sus intervenciones e interrelaciones. Totalmente tridimensionales en la amalgama de texto y dibujo donde se desenvuelven. Humanizados tanto en lo textual como en lo expresivo, por el preciso rasgo con que dota expresiones, gestos y miradas el lápiz de Man. Contribuyendo, cada uno en su parcela, en hacer de esta lectura un solvente viaje al Petrogrado (San Petesburgo) de 1916.

En consecuencia, este es un tebeo a degustar a varios niveles. El que primero se percibe es el plástico, por la solvencia con que ha impregnado cada página Carot. Tras esa seducción plástica, queda la lucidez de la narrativa gráfica que espera y el “savoir faire” a la hora de mezclar lo imaginado con lo real en un mecanismo que funciona como un resorte, por preciso. Donde lejos de chirriar, todo fluye acompasado.
La potente portada de la edición española, donde Brusco viste de color al trazo de Manolo Carot, sintetiza a la perfección lo que aguarda en las 88 páginas que comprende este álbum. Ilustración que, bajo nuestro juicio, tiene una mayor potencia que la de la edición francesa de Glénat, la cual también podemos encontraren el interior del tebeo en el dossier gráfico que se incluye en el. Tras su lectura, conviene dejarse a mano “Una revolución llamada Rasputín”, pues esta es una obra de las que conviene recorrer más de una vez. Por todas “las puntadas con hilo” que hay dadas en sus viñetas y la solvente solidez de su desarrollo secuencial, narrativo y plástico.
